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Los señores de la guerra

Jeremy Moore, John 'Sandy' Woodward, James Thompson y John Waters eran, hace sólo diez semanas, unos desconocidos. Después de la guerra de las Malvinas, suyos son la gloria y el triunfo

Andrés Ortega

Los señores de la guerra británicos han triunfado en el Atlántico sur, a 8.000 millas de su capital. Humanos, demasiado humanos, se han dado desavenencias entre ellos. De las diferencias de opinión entre el vicealmirante John Sandy Woodward -comandante del destacamento británico- y el general Jeremy Moore -jefe de las fuerzas en tierra- se han hecho eco los corresponsales de guerra.

"Las fuerzas en tierra estaban algo decepcionadas con Woodward", escribió esta semana Max Hastings, enviado especial del vespertino londinense The Evening Standard. ¿La razón? El vicealmirante tendría que haber ejercido un liderazgo más personal en algunas ocasiones críticas. Permaneció en el buque insignia -el portaaviones Hennes-, mandando sólo por señales. Woodward fue el hombre que después del aperitivo de Georgia del Sur opinó que la campaña de las Malvinas iba a ser un paseo. Dos días después cambiaba de parecer, para indicar que sería "larga y sangrienta", dejando desde entonces de hacer declaraciones públicas. El miércoles insistía en las malas condiciones en las que se encontraban los prisioneros de guerra argentinos. Moore era de otra opinión.

Pero la carrera militar de Woodward es muy característica de una nueva generación de mandos navales, apropiada para la compleja guerra moderna. Woodward -Sandy, para los amigos, por el color arenoso de su pelo- es aún joven, cumplió sus cincuenta años rumbo al Atlántico sur. Había entrado a los trece años de edad coino cadete en la Escuela Naval de Darmouth. En 1954 se especializó en submarinos, logrando su primer mando de una embarcación de este tipo en 1961. El primer buque de superficie lo capitaneó en 1976. Se trataba del destructor Sheffield, que ahora yace en el Atlántico sur, tras el impacto de un misil Exocet. Con un intenso dominio de la electrónica y de la matemática -ha escrito varios libros sobre el tema-, Woodward era el comandante apropiado en la era tecnotrónica para un complejo sistema naval moderno.

A pesar de los cuatro buques y el carguero hundidos, el balance ha sido positivo para Woodward. Ninguno de los portaaviones -Hermes e Invincible- ha sido tocado. Entre buques y barcos, el destacamento tenía un centenar de unidades.

Hundir el Belgrano

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Este hombre "ambicioso en el buen sentido de la palabra" -según un allegado suyo- estaba quizá algo oxidado para el liderazgo en los despachos del Ministerio de Defensa en Londres.

Había ganado sus galones de vicealmirante en marzo de 1981, siendo nombrado director de Planificación Naval, puesto en el que adquirió una buena formación sistémica y logística.

La proximidad a Londres -a donde viajaba en tren a diario desde el suburbio de Surbiton- le enseñó también lo que significaban las restricciones políticas a las operaciones militares. No por nada le escogió la primera ministra, Margaret Thatcher, para esta misión. Su gran error -humano y político- fue quizá el hundir el crucero argentino Belgrano, el 2 de mayo.

Woodward no va siempre de uniforme. A menudo, los fines de semana, juega a marinero de agua dulce. La vela es uno de sus pasatiempos favoritos, que practica con su mujer y sus hijos, Tessa y Andrew, de diecinueve y veintiún años, respectivamente. Los que le conocen dicen que es tímido. No lo demuestra al esquiar, pero quizá sí con su afición a coleccionar sellos.

El vícealmirante era el jefe supremo en el Atlántico sur. En Inglaterra, estaban por encima de él el almirante sir John Fieldhouse, comandante de la Flota, y sir Terence Lewin, jefe del Estado Mayor Conjunto. Pero aquí sólo se habla de los señores de la guerra que sintieron en su piel el fragor de la batalla.

El principal, el general Jeremy Moore, el que lleva en su casaca de campaña una Biblia en el bolsillo izquierdo y unos sonetos de Shakespeare -que sabe de carrerilla- en el derecho. Es el militar más condecorado del Ejército británico. Tiene 53 años de edad. De hecho, su retiro era cuestión de semanas. Ahora, en las Malvinas, es el máximo representante de la reina Isabel II de Inglaterra. Si algo define al genral Jeremy Moore es la precisión, en su vida, en su palabra y en su especial manera de vestir.

A Moore le han descrito como un esteta de lo militar. El 2 de junio decía que "tenemos que esperar una batalla. Esperamos una batalla y los hombres de esta formación esperan una batalla, y cuando llegue, la ganarán". Llegó y la ganaron, aunque no como se esperaba.

Su carrera militar empezó a los dieciocho años de edad, cuando entró en los Royal Marines. Los años han pasado y Moore ha cubierto destinos muy diversos, desde director de la Escuela de Música de los Marines, pasando por el Ulster, Malta, Egipto, el Artico -un entrenamiento útil para las actuales circunstancias- y Malasia, donde ganó su primera cruz militar en operaciones antiterroristas.

Pero el episodio que le impulsé hacia la cumbre vino en 1962, en Brunei, sultanato al norte de Borneo. Los rebeldes habían secuestrado a un grupo de civiles británicos, refugiándose en Limbag. Moore y sus hombres remontaron el río Brunei en precarias embarcaciones. Tras una dura batalla por las calles de Limbag, Moore rescataba a los rehenes ilesos. Cinco marines fallecieron en la operación. Un centenar de rebeldes fueron muertos o capturados.

El 8 de agosto de 1979, Moore conseguía las dos estrellas de general de división, encabezando las fuerzas de comando de los marines. Según un colega del general, éste sigue la máxima de "moverse deprisa y pegar fuerte".

Sus amistades dicen que es una persona afable, simpática, divertida y de emociones estables. Su padre era militar. Está casado y tiene dos hijos. El Quién es quién asegura que su pasatiempo favorito es la música, aunque sólo toque el gramófono, y que disfruta de las actividades al aire libre, salvo los juegos de pelota.

Tiene un salario anual algo superior a los tres millones de pesetas, similar al de Woodward. En realidad, su verdadera afición son las maquetas de coches y de barcos. De nuevo, la precisión. De nuevo, la exactitud.

Se ha dicho de Moore que "siempre está en el lugar adecuado en el momento adecuado". Moore no fue, sin embargo, el responsable del éxito del primer desembarco en San Carlos. Llegó después a las Malvinas -supuestamente en paracaídas-. Con la llegada de la guardia galesa y escocesa y de los gurkas del Nepal (que conoce bien, pues ocupó un destino en los cuarteles generales de la división 17 Gurka) se requería un general de división.

Al mando de las tropas anfibias y responsable de todas las operaciones en tierra, hasta la llegada de Moore, se encontraba el general James Thompson. De cincuenta años de edad, había conseguido su primera estrella del generalato en enero de 1981, cuando tomó el mando de la 3ª Brigada de Comandos de los Royal Marines, que había estado en manos de Moore en 1977.

El papel de Waters

No convendría olvidar al general John Waters, el hombre que negoció la rendición de la guarnición argentina con el general Mario Menéndez. Aún no está claro su papel, y quizá nunca se sepa toda la verdad. La primera ministra mencionó a Waters en su histórica declaración en la Cámara de los Comunes en la noche del lunes. Ni una palabra sobre Moore. Había sido un día tenso entre el general de la Biblia y sus superiores en Londres y en el Hermes.

John Waters tiene 46 años de edad, y dirigió las operaciones militares desde el cuartel general de campaña en las islas Malvinas. Quizá perdió cierto resplandor público.

Moore, Woodward, Thompson, Waters..., diez semanas atrás, estos hombres eran unos perfectos deconocidos fuera de sus medios profesionales.

Suyos son hoy la gloria y el triunfo. Suyos y de las tropas que estos señores de la guerra han tenido a sus órdenes. Son anónimas, pero, debido a sus giras por el trágico Ulster, estos hombres conocen de cerca el olor de la muerte. Son también profesionales. Han ganado. Y bastante bien. Han muerto muchos hombres en la guerra de las Malvinas., especialmente por parte argentina. Pero imaginémonos lo que hubiera pasado si los argentinos hubieran invadido unas islas que en vez de ser británicas hubiesen sido israelíes...

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