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Columna
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Implosión democrática / 1

El título podría haber sido decadencia de la democracia, corrupción de la democracia, destrucción de la democracia o cualquier otra designación que apuntase a la descripción del proceso y de los resultados del fenómeno que, a lo largo de los últimos 30 años y desde una perspectiva más cauta y académica, se ha calificado como crisis de la democracia. La primera pregunta que se nos impone es la del porqué. ¿Cuáles son las razones de esa crisis, qué es lo que la ha motivado? Y la primera respuesta, obvia y genérica, es la de que todos los poderes, más allá de ciertos límites, se autocorrompen y degradan. También los que conciernen las ideas y formas políticas. Y esos límites se revelan en el carácter relativo de su urgencia, en el hecho de que sus propuestas tienen siempre alternativas.

Todos los poderes, más allá de ciertos límites, se autocorrompen y degradan

El totalitarismo que en el mundo contemporáneo, a caballo de los nazifascismos y de los absolutismos comunistas a la defensiva, ha hecho pagar tan elevado precio a individuos y pueblos, ha consagrado la excelencia del régimen democrático por la condición antagonista de sus principios con los de los integrismos totalitarios a la que se ha agregado la nula creatividad política de nuestras sociedades que lo han dejado sólo, sin rivales ni competidores en el horizonte único e irrenunciable, eso sí, de la soberanía del individuo, de su espacio de libertades y de la imperativa igualdad para todos. La consecuencia es que nuestra sola elección política es la democracia. Extra democratiam nulla salus.

Pero además, de la opción democrática forman parte un conjunto de principios, valores, pautas que constituyen un corpus con vocación de referente permanente y una serie de concreciones modales de condición institucional y técnico jurídico, claramente modulables en función de determinaciones contextuales, de exigencias funcionales y de propósitos inmediatos. Evidentemente las formas políticas democráticas históricas, es decir, las democracias concretas encuadrables en el segundo grupo son las que están en crisis, no los principios democráticos, que nunca han gozado de una apreciación tan unánime. Un solo ejemplo: la celebración continua de los derechos humanos. La distancia, que hoy parece insalvable, entre unas (las democracias) y otros (su universo axiológico) ha llevado a afirmar que hoy el destino de la democracia es servir de coartada a la inefectivización de los derechos humanos. Querer hacer más democrática la democracia conduciría a su explosión, como radicalizar el cumplimiento de los derechos humanos se traduciría en su rechazo.

En cualquier caso, en este último año hemos asistido a una avalancha de libros sobre los avatares crísicos de la democracia. Entre ellos hay que leer a autores que con la sola excepción de Jacques Rancière y de su Haine de la démocratie, pertenecen a la onda académica y/o social liberal como Pierre Rosanvallon (La contredémocratie). Diana Mutz (Hearing the other side. Deliberative versus Participatory Democracy); Guy Hermet (L'Hiver de la Démocratie), y Marcel Gauchet (La Démocratie d'une crise à l'autre), y así hasta 14.

En su gran mayoría coinciden en que la inseguridad dominante, tanto política como social y laboral, llevan a privilegiar la estabilidad, la firmeza y la eficacia como objetivos de gobierno y, por tanto, a sobrevalorar la gobernabilidad en el marco del funcionamiento global de los países, lo que en la práctica electoral se traduce en una prima a los partidos más votados, que normalmente son también los más grandes. Los resultados de las pasadas elecciones generales españolas y lo que previsiblemente sucederá en las italianas de abril así lo atestiguan. Es por tanto ridículo indignarse porque Rosa Díez o los dos diputados comunistas hayan necesitado casi diez veces más de votos que los de los grandes partidos cuando el régimen electoral lo hace inevitable. Como lo es, y quizás sea más grave, que lo único que le cabe al elector es votar o no votar a los candidatos que le proponen los partidos -es decir sus cúpulas- y olvidarse luego. Lo que reduce la participación ciudadana a la función de electores, de votantes de las propuestas del poder partidista, que pueden aceptar o rechazar pero no modificar.

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Juan Luis Cebrián no es el primer periodista español muy concernido por la vida política. Desde su participación en los años 85/87 en el intento de fletar un grupo político de andadura y contenido radical al aire de la iniciativa de Marco Panella en Italia, que a los demócratas irredentos y por libre nos pareció, cuanto menos, útil; siguiendo con su agudo ensayo sobre El Fundamentalismo democrático y su denuncia de la malversación de la democracia a fin de proteger los intereses de las clases dominantes.

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