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Columna
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Imposible Europa política

El no al Tratado Constitucional Europeo de Francia y Países Bajos primero, de Irlanda al Tratado de Lisboa después, ahora de Polonia y las amenazas de la República Checa y demás compañeros de reticencias europeas han despertado los viejos fantasmas de la Europa política. ¿Queremos crear una comunidad política única o sólo un espacio económico coordinado pero múltiple? La pregunta sigue todavía en el aire y es evidente que cuanto más numerosos sean sus miembros, más difícil será que encuentren una respuesta coherente y satisfactoria para todos. No se trata, como pretenden los etnicistas, de que la inexistencia de un demos europeo impida contar con ese factor aglutinante que resolvería el problema, sino que el antagonismo, siempre en activo entre impulsos comunitarios y diferencialismos nacionales entre ampliación y profundización es cada día más extremado y pugnaz. A ello ha contribuido de manera decisiva la mundialización, con sus perturbaciones y sus miedos, que al empujar los Estados a un enclaustramiento agresivo hace de la seguridad y de la defensa de sus prerrogativas su principal objetivo. Pero, además, la ampliación a nuevos miembros ha sido un perverso acelerador de la exaltación nacionalista y del encerramiento preventivo y protector. Pues de forma paradójica, el hecho de que hayamos pasado de 6 a 27 miembros lejos de haber reforzado nuestro ego comunitario ha disminuido los niveles de autosatisfacción europea. Tal vez ello provenga de que en muchos casos las nuevas incorporaciones no respondían a urgencias de los postulantes, sino a consideraciones tácticas de los viejos Estados miembros, lo que tenía que problematizar el entusiasmo de los nuevos candidatos y banalizar el éxito que suponía formar parte de la Unión.

Una Europa-mercado, bueno, pero un orden europeo global desde el Atlántico a los Urales, nunca

Hace 20 años, cuando todo esto comenzaba a percibirse surgió la necesidad de acoger en un marco geopolítico europeo a los países que acababan de liberarse de la opresión soviética y que aspiraban a incorporarse al concierto occidental. La sagacidad política de François Mitterrand, entonces presidente de la República Francesa, le llevó a plantearse en 1990, la necesidad de crear un dispositivo institucional que encuadrara la gran Europa, susceptible de integrar a todos los países del Este que lo solicitasen, pero sin que ello supusiera una invalidación por dilución del proyecto político que vehiculaba la UE. Al proyecto se le llamó Confederación Europea, lo que frente al término Federación que reivindicábamos los europeístas más militantes, apuntaba a un conjunto estrechamente interrelacionado de sus miembros, pero que no afectase a la plena autonomía de cada uno de ellos. Por otra parte, Confederación tenía una dimensión jurídico-institucional superior a la más genérica de Comunidad o a la más difusa de Construcción. Mitterrand designó como principales gestores de la propuesta a dos estrechos colaboradores suyos, Hubert Védrine y Jean Musitelli, y se concentró en la búsqueda de una personalidad de los nuevos países que por su sola cocapitanía del proyecto lo dotase de la credibilidad pero sobre todo de la legitimidad simbólico-política que necesitaba. Lo encontró en la persona de Václav Havel que pronto accedería a la presidencia de la República de Checoslovaquia y que entonces, notable escritor recién salido de la cárcel, gozaba de un extraordinario prestigio. Havel se sumó ilusionadamente al proyecto y cuando hubo que decidir el lugar de su lanzamiento propuso y se aceptó su ciudad de Praga en la que se realizó el 14 de junio de 1991. Se crearon cinco comisiones específicas que debían ocuparse de los temas más determinantes y cada una elaboró una serie de propuestas concretas que fueron presentadas y debatidas en las sesiones plenarias. La publicación de las actas en Les Assises de la Confédération Européenne, Editions de l'Aube, 1991, dan más amplia información a este respecto.

En esa época yo era director general de Educación y Cultura del Consejo de Europa y seguramente a causa de ello se me eligió presidente de la Comisión de Cultura. Lo que me permitió comprobar, por una parte, que la utilización del Consejo de Europa para esta operación, que hubiera facilitado mucho la iniciativa, no servía, porque los países del Este pedían un ámbito nuevo que les fuera específicamente destinado y que sirviera como antesala para que los que quisieran se incorporasen luego a la UE. Y por otra, que la oposición atlántica y más concretamente de EE UU a una Gran Europa de vocación política, era absoluta. Las intervenciones del Departamento de Estado para que se propusiera el lanzamiento de la Confederación, rematadas por las dos conversaciones de Bush padre con Havel, pidiéndole que renunciara al Proyecto, fueron decisivas para su abandono. Como ya relaté en una columna en este diario de 28-01-2005, tuve ocasión de comprobar la exactitud de estos hechos en una reunión semipública con el presidente Bush senior, en los Cursos de Verano del Escorial que en ese momento yo presidía, en la que nos confirmó la hostilidad de su Gobierno a cualquier conjunto europeo con Rusia dentro. Una Europa-mercado, bueno, pero un orden político europeo global desde el Atlántico a los Urales, eso nunca.

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