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Columna
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Independencias

En poco más de dos décadas, el número de Estados europeos ha pasado de 30 a 49. Como es natural, este incremento tan sustancial en el número de Estados no ha pasado inadvertido entre aquellos que aspiraban a un Estado propio. Sobre la disolución de la Unión Soviética hubo poco que objetar, ya que, al fin y al cabo, no dejaba de ser, como se dijo, una "cárcel de pueblos". Sin embargo, las independencias de los países bálticos alimentaron los anhelos de algunos nacionalismos, a la vez, claro está, que despertaron la inquietud entre los Estados establecidos de Europa occidental. De repente, la independencia, que en el marco de la guerra fría era una quimera, no solo era posible, sino que era saludada y avalada internacionalmente. Para colmo, los nuevos Estados recibían como premio la perspectiva de adhesión a la UE. Solo en términos lingüísticos, la cooficialidad de sus lenguas ya era un logro sustancial, al que se añadía el sentarse en el Consejo Europeo, disfrutar de representación en el Parlamento Europeo y tener su propio comisario. Todo ello, como en el caso estonio, con apenas un millón y medio de habitantes.

La crisis puede reforzar a los Estados frente a los nacionalismos, pero ¿los debilitará a largo plazo?

Pese a la envidia que los bálticos provocaron en muchos nacionalismos, su historia de estatalidad, ocupación y anexión les convertía en casos sui géneris. Además, los ánimos de muchos nacionalistas, y la tolerancia de los Estados existentes, se vinieron abajo tras la traumática disolución de Yugoslavia, que convirtió la fiesta por la libertad que supuso la caída del muro de Berlín en un tremendo baño de sangre en el corazón de un continente que se creía libre de fenómenos como la limpieza étnica y el genocidio. Cierto que el "divorcio de terciopelo" entre checos y eslovacos permitió alumbrar una vía civilizada hacia la independencia, pero al mismo tiempo, al situar el listón de aceptación internacional en el acuerdo entre las partes, también puso de manifiesto que el acceso a la estatalidad sería la excepción, no la norma.

En 2008, casi dos décadas después del fin de la guerra fría, cuando las aguas de los independentismos parecían haber vuelto a su cauce, la declaración unilateral de independencia de Kosovo, a la que siguieron las proclamaciones de Abjasia y Osetia del Sur tras la guerra de Georgia en el verano de 2009, volvió a poner sobre la mesa la cuestión. Sin embargo, una vez más, estos casos eran tan excepcionales y estaban tan marcados por conflictos bélicos preexistentes que difícilmente podían apoyar las pretensiones de independencia de nadie. Si para merecer la independencia había que pasar por lo que habían pasado los albano-kosovares (veinte años de supresión de derechos, una ocupación militar y una deportación masiva), era mejor dejar las cosas como estaban. Al contrario, pese a la hipersensible lectura que del caso kosovar se ha hecho en España, ese caso sirve para demostrar hasta qué punto el modelo español es una referencia de primer orden en cuanto a las posibilidades que ofrece un estatuto de autonomía bien articulado y respetuoso con las identidades nacionales.

El problema es que, aunque el proyecto europeo aspirara a hacer más fácil la vida de las naciones sin Estado, en la práctica, muchos de estos nacionalismos se sienten decepcionados con el proyecto europeo. En lugar de diluir a los Estados, argumentan, la UE los ha reforzado, a la vez que ha vaciado de contenido la descentralización por la que tanto habían apostado. Sea por culpa de la UE, la globalización, los Estados a los que pertenecen o a causa de la manipulación de los sentimientos de identidad por parte de las élites nacionalistas, el hecho es que muchos de estos nacionalismos se ven como perdedores en el proceso de integración.

Cataluña, Escocia, Flandes, Padania, País Vasco; todas son regiones ricas en Estados democráticos que podrían lograr la independencia, al menos teóricamente. Si permanecerían en la UE o tendrían que solicitar su adhesión nunca ha estado muy claro pues a las consideraciones jurídicas se unirían las políticas. Ahora, a las dificultades para pensar en un futuro independiente se une la cuestión monetaria. El día después de la independencia tendrían que emitir su propia moneda o utilizar el euro sin ser parte de la unión monetaria, como hace Montenegro, a la espera de lograr su adhesión formal. En cualquier caso, tendrían que acudir a los mercados para financiar tanto las deudas que heredarían como sus nuevas necesidades financieras. Hoy por hoy, no es muy difícil adivinar qué calificación crediticia obtendrían, con qué tipos de cambio serían recibidos o qué tipos de interés tendrían que soportar sus emisiones de deuda. A corto plazo, esta crisis puede reforzar a los viejos Estados de Europa frente a los nacionalismos. Pero, ¿los debilitará a largo plazo?

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