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Columna
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Por qué Israel gana la batalla

En los años veinte y treinta del siglo pasado la agudeza británica para la frase aseguraba que la Gran Guerra más que en las trincheras de Flandes se había ganado en los campos de juego de Eton. Israel, aunque de manera mucho más prosaica, también trabaja para ganar antes, durante y después de la batalla el pugilato por la opinión del mundo occidental. Un ejemplo es la Escuela Internacional para el Estudio del Holocausto, que sin descanso invita a periodistas, académicos y docentes, sobre todo europeos, para que nadie ose olvidar.

La iniciativa, una entre muchas y servida por excelentes especialistas, es la punta del iceberg de una industria, cuyo instrumento es la memoria y su materia prima el dolor que engendra la compasión, y persigue la formación de un sentimiento favorable a las víctimas y hacia el Estado que mejor las representa. La institución fue creada en 1993, pero a través del libro, de la prensa, de la actividad universitaria o de la propaganda cruda, esa industria es apenas posterior a la fundación de Israel en 1948, y su objetivo de fondo, recordar a un público ilustrado que seis millones de judíos fueron asesinados en la II Guerra Mundial, así como proclamar que sí bien genocidios ha habido muchos, Holocausto sólo puede haber uno; una especie de copyright o patente sobre el horror extremo.

Es legítimo proclamar que el Holocausto no prescribe, pero no sacar rentabilidad política contra quien nada tuvo que ver

El estudio del Holocausto es, de salida, una herramienta para la construcción de la nacionalidad; los propios escolares israelíes pasan por un periodo de inmersión en el conocimiento de ese próximo pasado que les recuerda quiénes son, y de dónde vienen. La ironía es, sin embargo, que los mismos que imparten la doctrina del recuerdo niegan que la creación de Israel se deba al Holocausto como consecuencia del sentimiento de culpa que generó la divulgación de la masacre industrializada, rechazando, así, un origen tan escabroso como contingente. Pero hay que decir que en un país con tanta densidad de intelectuales por metro cuadrado como Israel, no todos aprueban ese método de educación sentimental; así, en las filas del partido Meretz, la auténtica izquierda sionista, hay quien piensa que no es la mejor idea cincelar la juventud en tan macabra evocación.

El segundo objetivo es el de recordar a los culpables su culpabilidad; lo que significa Alemania, pero también un seguimiento de espontáneos como la Polonia antisemita; el ustashismo croata; el régimen de Vichy; el silencio del Vaticano; o el mandato británico en Palestina, que por lo visto debía haber favorecido aún más la instalación del Yishuv, la comunidad judía anterior a la creación de Israel. Es ésta una culpa que no se extingue y para la que nunca habrá resarcimiento completo.

Y cuando menos un tercero establece una sutil conexión con el conflicto árabe-israelí. Aunque algún instructor mal avisado pueda en su efervescencia subrayar lo obvio, que los territorios ocupados no son Auschwitz, no es ése el planteamiento ideal; lo que la doctrina busca es que el usuario se formule esa vinculación por su propia cuenta, que oriente su opinión sobre el problema con los fétidos vientos de aquella tragedia.

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¿Qué tiene que oponer a ello la parte palestina? Un presidente, Mahmud Abbas, que dice que renuncia a renovar mandato para, acto seguido, permitir o alentar súplicas y concentraciones populares rogándole que no abandone; que acepta mansamente que esas elecciones previstas para enero no se celebren, y que, sin embargo, retendría la dirección de la OLP y de Fatah, es decir, el poder real; que no quería por presiones de Estados Unidos -el de Obama- e Israel elevar al Consejo de Seguridad de la ONU las conclusiones del Informe Goldstone, que acusa al Estado sionista y en menor medida a Hamás de crímenes atroces en la pasada devastación de Gaza, y que sólo ante el escándalo por ello promovido ha cambiado de opinión; y, de fondo, siempre la incapacidad del movimiento terrorista de Hamás y de la Autoridad Palestina de formar un Ejecutivo de unidad que, cuando menos, no permita a Israel afirmar que no hay interlocutor para la paz.

Es legítimo que el Estado sionista proclame la imprescriptibilidad del Holocausto, y odioso que en el mundo árabe e islámico haya quien niegue que hubo una cadena de producción para la masacre; pero que de esa memoria se extraiga una rentabilidad política contra quien nada tuvo que ver con ello, el pueblo palestino, es mérito sólo de una hábil realpolitik. Israel quiere ganar también esa batalla.

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