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Los funerales por la princesa de Mónaco

Raniero III y Carolina dieron, con lágrimas en los ojos, su último adiós a la princesa Gracia

Desde la tarde de ayer, el cadáver de Gracia de Mónaco, una de las mujeres más célebres y distinguidas de los últimos años, yace para siempre bajo una losa de mármol en la cripta de la catedral de Montecarlo, en el Principado de Mónaco. A su lado, bajo piedras inmensas, descansan desde hace siglos los restos de los principales pares de este diminuto Estado medieval. Gracia Patricia Kelly será el primer cuerpo de sangre no real que reposa en esta sepultura.

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El entierro, a media tarde de ayer, se desarrolló en una breve e íntima ceremonia a la cual únicamente asistieron familiares y allegados de la princesa muerta.La inhumación del cadáver de Gracia de Mónaco fue precedido en la mañana por un funeral al que asistieron, entre otras personalidades, los condes de Barcelona; lady Diana Spencer, princesa de Gales; la esposa de Ronald Reagan, Nancy; la ex emperatriz de Irán, Farah Diva, y varios centenares de personalidades del gotha de la nobleza, los negocios, las artes y los deportes de las cuatro esquinas del mundo.

El cortejo fúnebre salió de la capilla palatina de la fortaleza de los Grimaldi, en la zona que se alza sobre Montecarlo, poco después de las 10.30 horas. Tras una cruz grande, con Cristo vuelto sobre la comitiva en sentido inverso a la marcha, doce penitentes de la Orden de la Misericordia, flanqueados por su relevo de otros doce, transportaban sobre andas el ataúd, envuelto en una gran banderola blanca con el escudo rojo y blanco del principado.

Bajo la tela de la bandera un ataúd sencillo, pero lujoso, con un crucifijo sobre su superficie bruñida cruzaba silenciosamente ante los consternados ojos de miles de monegascos, que todavía no aciertan a creer que la bellísima Gracia de Mónaco haya muerto.

El dolor de Raniero

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Inmediatamente detrás Rainiero III de Mónaco avanzaba despacio -con la mirada fija en algún lugar inexistente del suelo, el gesto en pugna silenciosa contra el llanto- llevando, a su izquierda, al príncipe heredero, Alberto, serio e inexpresivo, y a la princesa Carolina, bella, de ojos cálidos y mediterráneos, repleta de lágrimas, a su derecha.

El rostro del príncipe Rainiero III, marcado de dolor por la muerte inesperada de su esposa, y las lágrimas incontenibles de la princesa Carolina dibujaron con perfiles sombríos la jornada de ayer, con certeza la más triste de los siete siglos de historia de este principado de tres hectáreas de extensión sobre las rocas que caen a plomo sobre el Mediterráneo.

La gran ausente de la ceremonia ha sido la joven princesa Estefanía, herida seriamente en el mismo accidente que causó la muerte de su madre, el pasado 13 de septiembre, en el fatídico descenso hacia Mónaco en automóvil desde la residencia de Roc D'Aile.

Todos los pensamientos han acudido hacia la joven Estefanía, convaleciente en una clínica monagesca, que es la única persona que hasta el momento conoce -si es que la amnesia provocada por el golpe no la ha hecho olvidarla del todo- la respuesta a los enigmas que aún se ciernen sobre este desgraciado episodio.

Con las notas del Comparezco ante tu trono, de Juan Sebastián Bach, interpretado por las voces de un grupo coral vestido con albas, el ataúd de Gracia de Mónaco fue adentrado a hombros en la catedral de San Nicolás, donde destacadas personalidades de todo el mundo habían tomado asiento poco antes. En los primeros bancos podían verse los rostros cercanos de lady Diana, esposa del príncipe de Gales, y de Nancy Reagan, inquilina de la Casa Blanca. El aroma en el interior del templo era muy intenso a flores y a perfumes que inundaban la atmósfera del recinto.

Diana y Nancy Reagan

Diana Spencer, bien maquillada, más rubia de lo que parece y con expresión de cansancio triste, llevaba un sombrero negro y brillante, como bordado, que destellaba a la luz de los focos de un equipo de televisión que perseguía silenciosamente los principales rostros de la iglesia. Nancy Reagan, con los labios llamativamente rojos por un carmín intenso, se tocaba la cabeza con un sombrero de ala azul plomizo muy elegante, con una tira de raso negro.

Difícil reconocer otros rostros en la penumbra de la catedral monegasca. La luz se concentraba en la escalinata del altar, sobre la que se había colocado un baldaquino negro ribeteado con una cinta púrpura, y también el ataúd, a muy pocos metros de los reclinatorios donde Raniero III y dos de sus tres hijos seguían conmovidos la ceremonia.

El arzobispo Brant, el mismo clérigo que veintiséis años antes casó a Raniero con Gracia Patricia Kelly, pronunció ayer una homilía donde habló de "los crímenes, accidentes y desastres que desgarran el mundo". Sus palabras, que en un principio causaron sorpresa por su aparente inoportunidad, dadas las circunstancias, fueron al parecer pensadas al calor de los últimos atentados registrados en Bélgica y Francia. Ayer, aquí en Montecarlo, la homilía del arzobispo Brant adquiría un significado especial dado el alto ascendiente del pastor sobre la pareja principesca, ahora brutalmente separada por la muerte de Gracia.

Carolina de Mónaco, con su pelo intensamente negro peinado con una sencilla raya en medio y enfundada en una mantilla negra de blonda y encaje, concentraba todas las miradas mientras las palabras del arzobispo restallaban en el interior del templo. Ni un solo minuto permaneció quieta. Con los ojos negros movientes, el pañuelo en el rostro sin conseguir dominar sus lágrimas, Carolina miraba repetidamente y de modo afectuoso a su padre, Raniero, cuyo aspecto bonachón, favorecido por su cabello y su bigote abundantes y blancos, se veía patéticamente alterado por la amargura más negra.

Entre los bancos se sentaban algunas de las principales damas de la aristocracia europea, precisamente aquellas que más resistencia opusieron a la entrada de Gracia Patricia Kelly en el restringido círculo de la realeza y de la alta nobleza del continente.

La presencia en el funeral ayer de estas grandes damas se asemeja a una reconciliación post mortem y a un reconocimiento de que Gracia de Mónaco fue una princesa. Demasiado tarde, según estiman algunos. Este había sido, se cree en Montecarlo, uno de sus principales afanes en vida.

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