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Ocho días de acoso

Ramón Lobo

Seis horas después de aterrizar en Malabo, el 24 de mayo, el ministro de Información de Guinea Ecuatorial, Lucas Nguema, definió las reglas del juego: «Ustedes (los periodistas) sólo han venido a cubrir el juicio. Si desean realizar otro tipo de reportaje, deben solicitarlo por escrito». Ni en el visado ni en la acreditación se recogían tales limitaciones. El ministro fue más lejos: «Deben pagar por entrar en la sala. No podemos aceptar que sus empresas ganen dinero con ello».

Esa misma noche, tras regresar de la residencia del embajador español en Malabo, Jacobo González, el enviado especial de Efe, Eliseo García, fue detenido un par de horas. Pasaba, de camino a su casa, ante una comisaría. La versión oficial fue otra: «Se le interceptó cuando trataba de infiltrarse en una instalación militar». Poco antes, García había sido amonestado verbalmente por Lucas Nguema por su primer trabajo.

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Apelar, pero ¿dónde?

El 25 de mayo, los periodistas tuvieron acceso gratuito al cine Marfil, sede del juicio. Los presos, que superaban en número a los 117 procesados, se ubicaban a la derecha. Los militares sacaron a empellones a una cincuentena que iban en pantalón corto. Los condujeron al mercado a comprarse ropa «digna de un tribunal».

En la hora y media siguiente, en medio del descontrol, los periodistas pudieron hablar con total libertad con los detenidos, quienes relataron las torturas sufridas. A la izquierda, el ministro Nguema, aferrado a su teléfono móvil, inquieto, dudaba qué hacer. Cuando decidieron poner orden era demasiado tarde; la información ya estaba recolectada.

Inconvenientes de Internet

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Al día siguiente, a mediodía, este enviado especial fue llamado a capítulo por el ministro de Exteriores, Miguel Oyono. «Tengo ganas de ponerle de patitas en la calle», espetó, con la crónica de EL PAÍS en la mano. Tenía copia desde las nueve de la mañana. Inconvenientes de Internet. Oyono criticó el haber dado voz a los procesados y a sus abogados defensores («radicales de la oposición»). Acusó a este periodista de «traer instrucciones de su diario socialista»; de «perjudicar las relaciones bilaterales», y de «causar un gran daño a la imagen de Guinea».La presión fue constante durante toda la semana. Unas veces era un ministro («no me ha gustado tu crónica» o «hay gente que os quiere dar un escarmiento»); otras un asesor sin nombre («no hay detenidos con las orejas mutiladas»). O la radio oficial: «Los periodistas españoles han venido a incitar a un enfrentamiento tribal». Las más, una cohorte de camareros- soplones, periodistas-policías o transeúntes con la misma dirección acompañaba discretamente a los periodistas. «Siempre saben dónde estáis y con quién habláis», aseguró un opositor.

El sábado, tras un intento fallido de mandar, en viaje pagado por el Gobierno, al enviado especial de EL PAÍS a Bata (en el continente), el ministro Oyono comunicó la expulsión al embajador español. Era la decisión firme del Gobierno (léase el presidente). La misión había concluido. «El juicio ya ha terminado», dijo Lucas Nguema. La sentencia, al parecer, ya no era parte del mismo.

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