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Columna
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Líderes contra corriente

Todos los días hablamos del liderazgo, elogiándolo cuando lo encontramos o lamentando su ausencia cuando lo echamos de menos. Nos quejamos de que no hay líderes y añoramos tiempos en los que supuestamente sí que los había. En el sentir general, véase la crisis del euro, muchos dirigentes tienden a ser caracterizados como miopes sin escrúpulos dominados por la búsqueda del rédito político a corto plazo. Los políticos no es que ayuden mucho, pues se llenan la boca hablando todo el día del interés general, como si fuera tan fácil identificarlo. Lo que es peor, al insistir tanto en sus nobles y altruistas motivos terminan por convencernos de que defender los intereses de aquellos que les han votado es algo sucio e innoble que debe ser ocultado.

Criticamos a Merkel, pero sus dudas sobre si mandar a Grecia al cuerno son mayoritarias en Alemania

La realidad es que sabemos muy poco sobre el liderazgo, demasiado poco teniendo en cuenta su importancia. Una gran parte de nuestra ignorancia se debe a que nos adentramos en terrenos psicológicos, o incluso psicopatológicos. Desde luego que los líderes no están hechos de la misma madera que nosotros: cuenta Churchill en sus memorias que no dejó de dormir a pierna suelta ni una sola noche de toda la II Guerra Mundial. En la imaginación colectiva, Churchill representa la quintaesencia del líder, pero cuesta imaginar cómo podría nadie conciliar el sueño la víspera del Día D sabiendo que miles de los jóvenes embarcados rumbo a Normandía morirían al día siguiente.

¿Es esa capacidad de disociación moral una virtud o un trastorno de la personalidad? Es difícil de saber. Lo cierto es que desde las observaciones clásicas de Max Weber sobre el liderazgo carismático y de Harold Lasswell sobre la relación entre la inseguridad personal y la agresividad militar de los dictadores no es que hayamos avanzado mucho. Por tanto, aunque parece que la psicología tiene una parte de la explicación, los psicólogos no parecen haber dado con ella.

Algo parecido ocurre con los politólogos, pues sabemos sobre el tema mucho menos de lo que deberíamos. La dificultad estriba en que la figura del liderazgo no tiene fácil encaje en la teoría democrática. Frente a la justificación divina, mágica o carismática de las sociedades premodernas, nuestras democracias se asientan en una justificación legal-racional. Y esta justificación exige que un líder democrático sea alguien que se limite a llevar a cabo las preferencias de aquellos que le han elegido de acuerdo con un programa previamente pactado entre ambas partes. Por tanto, si la democracia es el gobierno de la mayoría, el trabajo de un líder es mucho menos épico de lo que parece: debe gobernar con transparencia de acuerdo con los deseos de la mayoría y rendir cuentas ante los ciudadanos.

En la práctica, sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Helmut Kohl llevó a los alemanes al euro en contra de su voluntad y Tony Blair a los británicos a la guerra de Irak por encima de las más que razonables dudas que existían sobre la existencia de armas de destrucción masiva. Ambos forzaron y retorcieron los datos para que encajaran con lo que creían que era un bien superior y un objetivo legítimo. Los dos, como decenas de otros líderes, fueron en contra de los deseos de la mayoría, y encima les alabamos por ello. Por el contrario, a Angela Merkel la criticamos por su falta de liderazgo y su miopía cuando en realidad sus dudas sobre si mandar a Grecia al cuerno y su frustración con el euro, justificadas o no, son mayoritarias en la sociedad alemana.

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Por tanto, ¿qué es un líder? ¿Alguien que lleva a la gente a donde quiere ir? ¿O alguien que convence a la gente de que vaya a donde no quiere ir? O retorciendo el argumento un poco más: ¿Alguien que lleva a la gente a donde en el fondo quiere ir pero no se atreve a ir? E incluso, jugando ya con los límites, quien lleva a la gente a donde no sabe que quiere o debe ir. Menos en el primero de los supuestos enumerados anteriormente, en todos los demás damos por hecho que los líderes lo son porque fuerzan la voluntad de la gente, les llevan más allá de los límites o les ponen en la tesitura de aceptar decisiones contrarias a sus principios, intereses, valores o creencias.

Paradójicamente, aceptar la necesidad de liderazgo supone reconocer que nuestras instituciones no funcionan tan bien como debieran, que nuestras sociedades civiles son débiles y que nuestras democracias son más imperfectas de lo que creemos. ¿Y si los necesitáramos para suplir nuestras deficiencias?

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