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"Mengele mataba a sangre fría sin ningún problema de conciencia"

Joseph Mengele, el asesino más buscado de la historia, era un médico brillante y diabólico. En Auschwitz repartía bombones lanzándolos al aire a niños judíos y gitanos antes de someterles a atroces experimentos o conducirles en su automóvil descapotable a las cámaras de gas. El Ángel de la muerte, que. vestía de impecable blanco y olía a lavanda, es la memoria más tormentosa de Ella Lingens, una superviviente de excepción que tuvo que trabajar como prisionera bajo sus órdenes en Auschwitz. Ahora, a los 87 años, al fin de sus días, frágil y hundida en el viejo sillón de su casa rústica en las afueras de Viena cuenta la historia que le marcó la vida.Ella Lingens tenía todo el futuro por delante. Fue una de las graduadas más brillantes de la Escuela de Medicina. Se había casado con un colega y tenía un hijo con rizos rubios, que empezaba a balbucear "mamá". En los cafés de Viena era admirada por su convicción socialdemócrata, su espíritu emancipado y sus provocativos ojos azules, que encandilaban. Cuando escondió en su piso a los judíos perseguidos por los nacionalsocialistas y les ayudó a salir del país no sabía que una cadena de infortunios y denuncias la obligarían a comenzar la peor pesadilla de su vida.

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Estaba catalogada por los burócratas del III Reich como una aria de raza pura, lo que le permitió esconder sin que nadie sospechara a sus amigos judíos. En la noche de los cristales, en noviembre de 1938, cuando los judíos fueron apaleados en las calles, sus casas y negocios destruidos y quemados sus libros, sonó el timbre en el piso de los Lingens. Era el ingeniero Wiesenfeld, que llegó en pijama y temblando de terror a refugiarse llevando consigo un cepillo de dientes en la mano. Esa noche se filtraba por la ventana un ruido insoportable, cascadas de vidrios, bramidos y gritos de las hordas nazis. El ingeniero Wiesenfeld se quedó tres semanas y llegaron "otros y otros y otros". "Finalmente, el piso estaba tan lleno que nos fuimos a vivir con mi marido a un hotel". Muy pronto fue descubierta por la Gestapo, la policía secreta nazi.

Llegó a Auschwitz a fines del invierno de 1942. Y su primera práctica médica fue en el barracón de prisioneras enfermas alemanas y austríacas. En el peor campo de concentración de los nazis, Ella Lingens se vio obligada a elegir "como sí fuera Dios" entre la vida y la muerte de otros, porque no podía desperdiciar los escasos medicamentos en casos que parecían irreversibles. "¿A quién dar los medicamentos?", se pregunta aún. "¿A una madre con muchos hijos o a una chica joven?". Los enfermos dormían tres o cuatro en cada litera. Había piojos, fiebre, tifoidea y noma, una enfermedad originada por la desnutrición que perfora la piel hasta los huesos. "Mi vida allí era como si trabajara hoy de voluntaria para combatir una epidemia en Bangladesh o en Ruanda", dice Lingens.

Mientras ella trataba de salvar vidas, Mengele continuaba como un poseído los experimentos en su pabellón de los horrores, la antesala de la rnuerte. Sesenta pares de mellizos fueron penetrados con su bisturí y de todos ellos sólo sobrevivieron 14 niños. El Ángel de la muerte era para Lingens "un cínico, con una inteligencia superior a la del resto de los médicos de las SS". Se preocupaba de que los hermanos murieran a la misma hora y por la misma causa. Así podía comparar los órganos, que después enviaba conservados en paquetes con la inscripción urgente, material de guerra al Instituto de Biología Genética de Berlín. "Mengele encontraba malas las condiciones en el campo e incluso hizo algunas mejoras, pero asesinaba a sangre fría sin ningún problema de conciencia".

Ella Língens tuvo la suerte de no ser destinada al pabellón de los experimentos porque no lo habría resistido. Para probar métodos de reanimación en personas congeladas bajaban la temperatura del cuerpo, de las víctimas hasta el límite del paro cardiaco y después probaban calentarlos con mantas o cubriéndolos con mujeres desnudas. Les ofrecían a los prisioneros sólo agua, de mar hasta que morían de sed para comprobar la resistencia de un ser humano en caso de naufragio. A las madres que acababan de parir les cubrían los pechos y les prohibían amamantar a sus bebés para establecer cuánto tiempo podían vivir los recién nacidos sin alimentarse.

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Un día Mengele llamó a Ella Lingens a su oficina. "Me dijo que tenía que informarme de algo muy sorprendente. '¿Sabe usted que en su pabellón hay relaciones entre lesbianas?', me preguntó". Ella guardó silencio. "¿Y no hace nada para combatirlo?", insistió Mengele. "Naturalmente lo sabía, pero qué podía hacer en una situación imposible. Encerraban a mujeres jóvenes durante años en un ambiente donde no había nada que pudiesen amar, ni un niño, ni un animal, ni una flor. Todo era tan asqueroso que cualquier ser humano se corrompía", reflexiona hoy.

En otra ocasión, el carnicero de guantes blancos y botas de charol le preguntó las razones por las que fue internada en Auschwitz. Lingens respondió que la habían denunciado por ayudar a sacar a judíos del país. "¿Cómo se puede ser tan imbécil de creer que eso es posible?". Ella se atrevió a contestarle que había otros casos que lo habían logrado con dinero. "Naturalmente vendemos judíos", dijo él. "Seríamos estúpidos de no hacerlo".

"Yo no tenía razones para tener miedo de Mengele", asegura Lingens. "Para él, había dos categorías de personas, los médicos y el resto". Él representaba las dos caras de Mefisto, el diablo. Entre los cuerpos raquíticos y humillados de los prisioneros, Mengele aparecía como un hombre apuesto, elegante, limpio y de una cortesía inmutable con sus víctimas. Con la misma indiferencia moral salvaba a un judío, sólo porque era médico, o tiraba a un recién nacido al fuego porque lloraba demasiado.

Lingens no podía soportar más Auschwitz y se atrevió a pedir el traslado al campo de concentración de Dachau, otro infierno, pero si algún día la liberaban estaría más cerca de casa. Mengele no quería que abandonara Auschwitz, pero ante los ruegos de la prisionera lo aprobó con indiferencia. "No quiero entorpecer su camino a la felicidad", le dijo, como si Dachau fuera el paraíso. Fue la última vez que vio al Ángel de la muerte y la memoria del horror no terminó cuando se reveló recientemente que Mengele había fallecido de muerte natural en una playa de Brasil sin pagar sus culpas.

Ella Lingens regresó a Viena con los cabellos totalmente blancos. Su vuelta a casa fue uno de los momentos más duros de su vida. "Me enteré que mi marido se había ido con otra, creyéndome muerta; mi hermano murió luchando como partisano en Yugoslavia; la casa de mis padres estaba destruida; mi hijo", dice mirando fijamente y dando un suspiro, "apenas me reconocía".

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