_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Matrioskas

A finales de este año, el 8 de diciembre, dos décadas separarán ya a Rusia de su pasado soviético, pero en el fondo de la matrioska de Putin, el tradicional juguete ruso de madera de tilo pintada que esconde una muñeca dentro de otra, todavía se encuentran los líderes de la URSS. Desde Gorbachov a Lenin, pasando por Stalin, e incluso el zar Nicolás II o Pedro el Grande, en la última y diminuta muñeca, la que ya no se abre.

Vladímir Putin lleva una década ejerciendo el poder absoluto, aunque ahora sea el presidente Medvédev el rostro moderno de la matrioska exterior. Putin, que todo lo aprendió del KGB, ha estado todo este tiempo columpiándose entre dos afirmaciones: "La desaparición de la Unión Soviética es la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX" y "Debemos hacer de Rusia un país del siglo XXI". Ha actuado imbuido de la filosofía que transpira la primera afirmación en un doble sentido: dar la batalla por el reconocimiento de Rusia como gran potencia, sin el cual sus intereses nacionales no serán respetados, y procurar no perder influencia en su extranjero próximo, el antiguo imperio soviético.

Putin ejerce el poder absoluto, y Medvédev es el rostro moderno de la 'matrioska' exterior

El hoy primer ministro, y previsible presidente de nuevo en 2012, ejerce desde el Kremlin un poder centralizado, sin contrapesos, que da estabilidad y seguridad a un país inmenso. Así enlaza la matrioska de Putin con la historia de este país milenario. La recuperación, aunque sea parcial, del orgullo ruso perdido tras la desintegración del imperio comunista confiere popularidad a Putin y legitima su ejercicio autocrático ante unos ciudadanos que conservan en su ADN la huella de un liderazgo fuerte. "El proceso de consolidación política nunca se ha completado y los hombres del Kremlin han estado en su mayoría absortos en la lucha por asegurarse y volver absoluto el poder que tomaron en noviembre de 1917". Esta observación, válida hoy, es, sin embargo, de 1947. Pertenece a George Kennan, el diplomático estadounidense que dibujó la política de contención de EE UU frente al comunismo en la guerra fría.

Pero ya no es una cuestión de ideología. Rusia es hoy uno de los países menos ideológicos del mundo. "El espíritu del dinero" es la ideología que ha gobernado Rusia desde la caída del comunismo, explica en The Economist Alexander Olson, director de La Fundación de Opinión Pública en Moscú. Con la creación de una nueva clase de burócratas emprendedores, Putin ha renacionalizado, en un cóctel de clientelismo y autoritarismo, los activos estatales privatizados que pasaron a manos de los oligarcas tras la caída del comunismo, en la época de Yeltsin. Hasta llegar a una petrocracia, con Gazprom como un Estado dentro del Estado. Con la diplomacia de la energía determina la política exterior rusa, clave de la relación con Europa. El conflicto de intereses ya no es posible, la propiedad, el poder y el sistema coercitivo forman un todo único. Para conseguirlo, Putin eliminó sucesivamente a Gussinski, Berezovski, y finalmente a Jodorkovski, el patrón de Yukos, el mayor grupo petrolero de Rusia. Los cables filtrados por Wikileaks señalan que el Kremlin se sitúa en el centro de un virtual Estado mafioso. La historiadora francesa experta en Rusia Hélène Carrère d'Encausse, que en 1978 ya predijo la implosión de la URSS en su libro L'Empire éclaté, acaba de publicar La Russie entre deux mondes (Fayard), en el que se pregunta cómo definir a Rusia, a medio camino entre un Estado nacional explosivo e inestable y un imperio continental, mezcla de potencia y fragilidad. "La recuperación de un estatus de potencia en un mundo cada vez más postoccidental no es suficiente para hacer de Rusia un país del siglo XXI. La modernización de Rusia está inacabada. La potencia recobrada no es más que un aspecto de su renacimiento. Medvédev lo dice abiertamente. Putin lo sabe, la sociedad no lo ignora", concluye la historiadora. La demografía en caída libre agiganta los problemas que confronta el país. Rusia pierde cada año 800.000 habitantes, 100 a la hora; cada 21 segundos nace un niño y cada 15 segundos muere un ruso.

Los Reyes me han puesto en la pista de una lúcida llamada a la indignación ante lo que nos está pasando. Stéphane Hessel, diplomático francés de origen judío, que sobrevivió al campo de exterminio de Buchenwald, reclama a las nuevas generaciones que tomen el relevo y utilicen como motor la indignación, como hizo la Resistencia francesa contra el invasor hitleriano. Con 93 años -¿jubilarse a los 67?- Hessel ha publicado un breve panfleto con el título Indignez vous! (Indigène Editions). Ha vendido ya 500.000 ejemplares. "Es cierto que las razones de indignarse en el complejo mundo de hoy pueden parecer menos claras que en los tiempos del nazismo. Pero buscad y las encontrareis".

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

fgbasterra@gmail.com

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_