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Tribuna:América Latina y la democracia / y 5
Tribuna
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Defensa de la democracia

Al comenzar el año de 1980 publiqué en varios diarios de América y de España una serie de comentarios políticos sobre la década que acaba de pasar: Tiempo nublado (1970-1979). En el último de esos artículos (apareció en México el 28 de enero de 1980) decía: "La caída de Somoza ha dibujado una interrogación que nadie se atreve todavía a.respánder: ¿el nuevo régimen se orientará hacia una democracia social o intentará ¡niplantar una dictadura del tipo de la de Cuba? Lo segundo sería el comienzo de una serie de conflictos terribles en América Central y que casi seguramente se extenderían a México, Venezuela, Colombia... Esos conflictos no tendrán (no tienen) solamente un carácter nacional ni pueden encerrarse dentro de las fronteras de cada país. Por las fuerzas e ideologías que se afrontan, las pugnas centroamericanas tienen una dimensión internacional. Además, como las epidemias, son fenómenos contagiosos y que ningún cordón sanitario podrá aislar. La realidad social e histórica de Centroamérica no coincide con la artificial división en seis países. Sería una ilusión pensar que estos conflictos pueden aislarse: son ya parte de las grandes luchas ideológicas, políticas y militares de nuestro siglo".La realidad confirmó mis temores. El derrocamiento de Somoza, saludado con alegría por los demócratas y los socialistas demócratas de la América Latina, fue el resultado de un movimiento en el que participó todo el pueblo de Nicaragua. Como siempre ocurre, un grupo de dirigentes que se había distinguido en la lucha se puso a la cabeza del régimen revolucionario. Algunas de las medidas del nuevo Gobierno, destinadas a establecer un orden social más justo en un país saqueado, desde hace más de un siglo, por nacionales y extranjeros, fueron recibidas con aplauso. También despertó simpatía la decisión de no aplicar la pena de muerte a los somocistas.

En cambio, causó decepción saber que se habían pospuesto las elecciones hasta 1985 (ahora se habla de aplazarlas ad calendas graecas): un pueblo sin elecciones libres es un pueblo sin voz, sin ojos y sin brazos. En el curso de estos dos años, la regimentación de la sociedad, los ataques al único periódico libre, el control cada vez más estricto de la opinión pública, la militarización, el espionaje generalizado con el pretexto de me.didas de seguridad, el lenguaje y los actos cada vez más autoritarios de los jefes han sido signos que recuerdan él proceso seguido por otras revoluciones que han terminado en la petrificación totalitaria. A pesar de la amistad y del apoyo económico, moral y político que ha prestado nuestro Gobierno al de Managua, no es un misterio que los ojos de los dirigentes sandinistas no se dirigen hacia México sino hacia La Habana, en busca de orientación y amistad. Sus inclinaciones procubanas y prosoviéticas son manifiestas. En materia internacional, uno de los primeros actos del Gobierno revolucionario fue votar, en la Conferencia de Países no Aliñeados (La Habana, 1979), por el reconocimiento del régimen impuesto en Camboya por las tropas de Vietnam. Desde entonces, el bloque soviético cuenta con un voto más en los foros internacionales. Ya sé que no es fácil para ningún nicaragüense olvidar la funesta intervención de Estados Unidos, desde hace más de un siglo, en los asuntos internos de su país; tampoco su complicidad con la dinastía de los Somoza. Pero los agravios pasados, que justifican el antiamericanismo, ¿justifican el prosovietismo? El Gobierno de Managua podía haber aprovechado la amistad de México, Francia y la República Federal de Alemania, así como la simpatía de los dirigentes de la II Internacional, para explorar una vía de acción independiente que, sin entregarlos a Washington, tampoco convierta a su país en una cabeza de puente de la Unión Soviética. No lo ha hecho. ¿Deben los mexicanos seguir brindando su amistad a un régimen que prefiere como amigos a otros?

Gabriel Zaid publicó en el número 56 de Vuelta (julio de 1981) un artículo que es el mejor reportaje que he leído sobre El Salvador, además de ser un análisis esclarecedor de la situación en ese país. El artículo de Zaid corrobora que la lógica del terror es la de los espejos: la imagen del asesino que ve el terrorista no es la de su adversario, sino la suya propia. Esta verdad psicológica y moral también es política: el terrorismo de los militares y de la ultraderecha se desdobla en el terrorismo de los guerrilleros. Pero ni la Junta ni la guerrilla son bloques homogéneos: están divididos en varios grupos y tendencias. Por esto, Zaid insinúa que, tal vez, la posibilidad de una solución que no sea la del exterminio de uno de los dos grupos en pugna consista en encontrar, en uno y otro campo, aquellos grupos decididos a cambiar las armas por el diálogo. No es imposible: la inmensa mayoría de los salvadoreños, sin distinción de ideología está en contra de,la violencia -sea de la derecha o de los guerrilleros- y anhelan una vuelta a las vías pacíficas y democráticas.

Las elecciones del 28 de marzo han corroborado el análisis de Zaid: a pesar de la violencia desatada por los guerrilleros, el pueblo salió a la calle y esperó durante horas, expuesto a los tiros y a las bombas, hasta que depositó su voto. Fue un ejemplo admirable, y la indiferencia dé muchos ante este pacífico heroísmo es un signo más de la vileza del tiempo que vivimos. El significado de esta elección es indudable: la gran mayoría de los, salvadoreños se inclina por la legalidad democrática.

Confrontación democrática

La votación ha favorecido al partido social cristiano de Duarte, pero una coalición de los partidos de la derecha y la ultraderecha podría escamotearle el triunfo. Es una situación que podría haberse evitado, si las guerrillas hubiesen aceptado la confrontación democrática. Según el corresponsal de The New York Times en El Salvador, habrían obtenido entre el 15% y el 25% de los votos. Trágica abstención. Si los derechistas asumen el poder, prolongarán el conflicto y causarán un daño irreparable: ganen ellos o los guerrilleros, la democracia será la derrotada (*).

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En la. situación de la América Central está inscrita, como en clave, la historia entera de nuestros países. Descifrarla es contemplarnos, leer el relato de nuestros infortunios. El primero, de fatídicas consecuencias, fue el de la independencia: al liberarnos, nos dividió. La fragmentación multiplicó a las tiranías, y las luchas entre los tiranos hicieron más fácil la intrusión de Estados Unidos. Así, la crisis centroamericana presenta dos caras. Una: la fragmentación produjo la dispersión; la dispersión, la debilidad, y la debilidad ha culminado hoy en una crisis de la independencia: América Central es un campo de batalla de, las potencias. Otra: la derrota de la democracia significa la perpetuación de la injusticia y de la miseria fisica y moral, cualquiera que sea el ganador, el coronel o el comisario. Democracia e independencia son realidades complementarias e inseparables: perder a la primera es perder a la segunda, y viceversa. Hay que ayudar a los centroamericanos a,ganar la doble batalla: la de la democracia y la de la in,dependencia.

Política mexicana

Tal vez no resulte impertinente reproducir la conclusión del artículo a que aludí más arriba: "La política internacional de México se ha fundado tradicionalmente en el principio de no intervención... Fue y es un escudo jurídico, un arma legal. Nosha defendido y con ella hemos defendido a otros. Pero hoy esa política es insuficiente. Sería incomprensible que nuestro Gobierno cerrase los ojos ante la nueva configuración de fuerzas en el continente americano. Ante situaciones como las que podrían advenir en América Central no basta con enunciar doctrinas abstractas de orden negativo: tenemos principios e intereses que defender en esa región. No se trata de abandonar el principio de no intervención, sino de darle un contenido positivo: queremos regímenes democráticos y pacíficos en nuestro continente. Queremos amigos, no agentes armados de un poder imperial".

Los problemas de América Latina, se dice, son los de un continente subdesarrollado. El término es equívoco: más que una descripción, es un juicio. Dice, pero no explica. Y dice poco: ¿subdesarrollo en qué, por qué y en relación con qué modelo o paradigma? Es un concepto tecnocrático que desdeña los verdaderos valores de una civilización, la fisonomía y el alma de cada sociedad. Es un concepto etnocentrista. Esto no significa desconocer los problemas de nuestros países; la dependencia económica, política e intelectual del exterior; las inicuas desigualdades sociales, la pobreza extrema al lado de la riqueza y el despilfarro, la ausencia de libertades públicas, la represión, el militarismo, la inestabilidad de las instituciones, el desorden, la demagogia, las mitomanías, la elocuencia hueca, la mentira y sus máscaras, la corrupción, el arcaísmo de las actitudes morales, el machismo, el retardo en las ciencias y en las tecnologías, la intolerancia en materia de opiniones, creencias y costumbres. Los problemas son reales. ¿Lo son los remedios? El más radical, después de veinticinco años de aplicación, ha dado estos resultados: los cubanos son hoy tan pobres o más que antes y son mucho menos libres; la desigualdad no ha desaparecido: las jerarquías son distintas, pero no son menos, sino más rígidas y férreas; la represión es como el calor: continua, intensa y general; la isla sigue dependiendo, en lo económico, del azúcar, y en lo político, de Rusia. La revolución cubana se ha petrificado: es una losa de piedra caída sobre el pueblo. En el otro extremo, las dictaduras militares han perpetuado el desastroso e injusto estado de cosas, han abolido las libertades públicas, han practicado una cruel política de represión, no han logrado resolver los problemas económicos y, en muchos casos, han agudizado los sociales. Y, lo más grave, han sido y son incapaces de resolver el problema político central de nuestras sociedades: el de la sucesión, es decir, el de la legitimidad de los Gobiernos. Así, lejos de suprimir la inestabilidad, la cultivan.

Demagogia y corrupción

La democracia latinoamericana llegó tarde y ha sido desfigurada y traicionada una y otra vez. Ha sido débil, indecisa, revoltosa, enemiga de sí misma, fácil a la adulación del demagogo, corrompida por el dinero, roída por el favoritismo y el nepotismo. Sin embargo, casi todo lo bueno que se ha hecho en América Latina desde hace un siglo y medio se ha hecho bajo el régimen de la democracia o, como en México, hacia la democracia. Falta mucho por hacer. Nuestros países necesitan cambios y reformas a un tiempo radicales y acordes con la tradición y el genio de cada pueblo. Allí donde se ha intentado cambiar las estructuras económicas y sociales desmantelando, al mismo tiempo, instituciones democráticas se ha fortificado a la injusticia, a la opresión y a la desigualdad. La causa de los obreros requiere, ante todo, libertad de asociación y derecho de huelga: esto es lo primero que le arrebatan sus liberadores. Sin democracia, los cambios son contraproducentes; mejor dicho: no son cambios. En esto, la intransigencia es de rigor y hay que repetirlo: los cambios son inseparables de la democracia. Defenderla es defender la posibilidad del cambio; a su vez, sólo los cambios podrán fortalecer a la democracia y lograr que al fin encarne en la vida social. Es una tarea doble e inmensa. No solamente de los latinoamericanos: es un quehacer de todos. La pelea es mundial. Además, es incierta, dudosa. No importa: hay que pelearla.

*Escribo estas líneas días después de celebradas las elecciones en El Salvador.

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