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Reportaje:Seis días en Mogadiscio

Mercenarios ONG

El periodista de Canal Plus se adentra en el estadio nacional de fútbol, convertido en cuartel donde EE UU entrena a los soldados de Somalia

A los islamistas radicales de Al Shabab, la franquicia de Al Qaeda en Somalia, no les gusta el fútbol. De hecho el año pasado prohibieron que se viera el Mundial que ganó España en las zonas controladas por ellos. Pero como ya hicieron en su día los talibanes en Kabul, decidieron utilizar el estadio nacional como patíbulo público para ejecuciones ejemplarizantes y, según ellos, moralizantes. Es raro estar en un campo de fútbol yermo, alfombrado de casquillos de bala, en el que sabes que han fusilado o decapitado a supuestos apóstatas del Islam, o que han ahorcado de las porterías a presuntos espías. Uno tiene la sensación de estar rodeado de muchas almas invisibles que parecen gritarle a mi conciencia.

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Desde hace unos días, tras la retirada de Al Shabab a los barrios más periféricos de Mogadiscio, el estadio nacional se ha convertido en cuartel general de las tropas del actual Gobierno interino de Somalia, de los soldados de la Unión Africana que les apoyan, y de los mercenarios, o como les gusta que les llamen "asesores militares" que, como les gusta que se diga, solo "asesoran". Allí están todos juntos, en los antiguos vestuarios convertidos ahora en salas de mapas, reuniones u operaciones. Y allí, intentando esconderse al vernos llegar, hemos visto al primer blanco en tres días en Mogadiscio. Iba vestido de uniforme de camuflaje sin distintivo y con chaleco antibalas. Rubio, fuerte, no muy alto, con acento inglés, me lo he encontrado delante de un plano de Mogadiscio señalando a un oficial ugandés el barrio donde se habían producido los últimos combates con Al Sabhah. "Me llamo Jon Sistiaga, trabajo para Canal Plus", le digo. "Hola", responde con pocas ganas, "yo trabajo para una organización no gubernamental sin ánimo de lucro", y se ha quedado tan ancho.

Irak, Afganistán, y ahora Somalia

Después de una corta conversación en la que no he conseguido penetrar en su cara de póquer, al menos me ha reconocido que trabaja para Bancroft Global Development, una empresa norteamericana de seguridad financiada indirectamente por la CIA y el Pentágono y que se dedica a entrenar a las tropas de la Unión Africana en Somalia. Uganda y Burundi ponen los soldados (y los muertos), esos dos países contratan y pagan la asesoría de Bancroft, y después EE UU les devuelve esos fondos en concepto de ayuda a la misión en Somalia. La pagina web de Bancroft no dice mucho, la verdad, pero su dueño, Michael C. Stock, no se cansa de repetir que ellos son una ONG dedicada a "encontrar soluciones permanentes a conflictos violentos".

El caso es que Somalia parece estar convirtiéndose en el nuevo El Dorado para este tipo de empresas una vez exprimidos los contratos en Irak y Afganistán. Y lo peor de todo, y quizás algún día tenga que comerme estas palabras, es que no lo están haciendo del todo mal. Al menos han conseguido convencer a los soldados del gobierno que no hay que bombardear indiscriminadamente un barrio de Al Shabab cada vez que les atacan desde allí, porque al final son siempre los civiles, los vecinos de ese área, radicales o no, los que acaban llevándose la peor parte.

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El coronel Saney, el hombre que nos ha llevado hasta el frente, me dice que no me asome mucho fuera de la trinchera porque los francotiradores pueden estar al acecho. Hay mucha calma y las posiciones están estables. La batalla de Mogadiscio es urbana, una guerra de desgaste, de avanzar cien metros cada día, dice el coronel. Una guerra de fricción que, como lluvia fina, ganará el que más aguante. Y mientras, le comento, la gente muriendo de hambre. "Sí claro, es una pena", responde.

Soldado mercenario de Somalia.
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Soldado mercenario de Somalia entre escombros.
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