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Reportaje:

Nadie les quería, todos abusaron

Reino Unido deportó a las colonias a decenas de miles de niños sin recursos - Australia pide perdón por los malos tratos recibidos por los menores acogidos

George Harper se creía el protagonista de "una gran aventura" cuando a la edad de nueve años fue embarcado en su Escocia natal con rumbo a Sidney. Las autoridades estatales habían convencido a sus padres, que carecían de medios para su sustento, de que accedieran a enviar al pequeño a Australia, bajo la promesa de que allí le esperaba "una vida mejor". Ese destino compartido con otros niños de Fairbridge, su pueblo, se trocó pronto en una horrorosa pesadilla. Lo que el nuevo mundo deparaba a George fue convertirlo en mano de obra infantil en una granja remota, donde sufrió reiterados abusos físicos y psicológicos hasta que cumplió los 17 años. Sólo volvió a saber de sus progenitores cuando en 1999, ya un jubilado, regresó a tierras escocesas. Ambos habían muerto.

Estaban ingresados en centros sociales, pero sólo un 15% de ellos eran huérfanos
"Sufrimos toda nuestra vida, y en Londres nadie nos quiere escuchar"

A tantos británicos cuya infancia fue sinónimo de explotación, de pérdida de identidad y raíces, expresaba su disculpa pública hace poco el primer ministro australiano, Paul Rudd. "Os pedimos perdón por haber sido arrebatados de vuestras familias, perdón por los sufrimientos físicos, por la tortura emocional, por la fría ausencia de amor, ternura y cuidados", declaró en una ceremonia celebrada en Canberra ante la presencia de centenares de supervivientes, los llamados "australianos olvidados".

A lo largo de tres décadas que abarcan hasta 1967, entre 7.000 y 11.000 niños procedentes de la metrópoli británica fueron deportados a Australia, bajo el popular eslogan de la época que rezaba "el niño, el mejor inmigrante". La cifra se multiplica al menos por 10 cuando se contabiliza el total de niños enviados a diversos países de la Commonwealth, principalmente Canadá y Suráfrica. El grueso contaba entre 3 y 14 años, procedía de los estratos sociales más humildes. Eran niños ingresados en instituciones regentadas por el Estado o la Iglesia, aunque sólo una minoría (alrededor del 15%) eran huérfanos. El resto tenía familia.

Algunos padres tuvieron la opción de elegir el lugar donde sus hijos serían recolocados, pero a muchos se les hizo creer falsamente que sus retoños iban a ser adoptados por parejas de clase media en el mismo Reino Unido. Todos estaban convencidos de que entregaban a sus hijos a un futuro repleto de posibilidades, cuando en realidad fueron desviados hacia las colonias para desempeñar trabajos impropios de la edad y ser de nuevo recluidos en centros supuestamente caritativos en los que recibieron un trato denigrante.

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Detrás de esta historia trufada de mentiras, crueldad y completa dejación oficial subyace el interés del Gobierno británico por desprenderse de lo que consideraba una carga. Las autoridades australianas estaban encantadas de recibir esas "remesas" de niños porque, en palabras del entonces ministro de Inmigración, Arthur Calwell, se necesitaba "una inyección de sangre blanca". A muchos pequeños se les comunicó que sus padres habían muerto. La política oficial implicaba además separar a los hermanos una vez arribados al nuevo país.

Theresa Whitfield todavía presenta bien visibles las cicatrices que testimonian los malos tratos sufridos a manos de las monjas que regentaban un orfanato en Neerkol, enclave rural en el norte de Queensland. Los castigos eran frecuentes si no cumplía con su dura jornada de trabajo. Sólo tenía ocho años cuando llegó a aquel inhóspito lugar. Relatos como el suyo fueron llegando a un comité parlamentario británico que investigó el caso de "los niños perdidos" a finales de los años noventa. Otro de los testigos (su nombre no fue desvelado) explicó cómo los sacerdotes católicos de una institución de Tardum (oeste de Australia) perpetraron con él reiterados abusos sexuales. El pequeño se autolesionaba entonces para que las heridas afearan sus ojos azules.

El mea culpa entonado por Rudd ante esos episodios deleznables estuvo dirigido en conjunto al medio millón de niños ingresados en orfanatos y centros caritativos australianos entre 1920 y 1970, independientemente de su origen. El grupo de pequeños procedentes de Reino Unido encarna tan sólo una parte de esa vergüenza. Una organización que canaliza las denuncias de los británicos afectados se ha mostrado descontenta con el gesto del primer ministro australiano: a su entender, las víctimas británicas a las que defiende constituyen un colectivo singular con su propia historia, y así debería ser reconocido. Lo cierto es que el Gobierno de Australia aparece desbordado para reparar -si eso resulta posible- tantos daños infligidos a seres vulnerables. El año pasado, el Gobierno australiano se disculpó públicamente por las políticas acometidas durante la colonización contra los niños aborígenes, arrancados de sus familias para asimilarlos a la cultura blanca.

Muchos de los afectados británicos que hoy sobreviven, sin embargo, han agradecido las palabras de Rudd. "Éste es el momento de los lamentos y sollozos, pero también el de alivio y alegría", dijo en el acto de Canberra Caroline Carroll, presidenta de la Alianza de los Australianos Olvidados.

Lo que nadie acepta es que el Gobierno de Australia se haya adelantado al de Reino Unido a la hora de reconocer esa tropelía histórica. "Gordon Brown [actual primer ministro británico] debería avergonzarse por ocultar la cabeza bajo tierra. Hemos recibido las disculpas del Gobierno australiano antes de que las formulara el país en el que nacimos", sentencia Carroll. Portavoces de Downing Street han garantizado que Brown encarará la cuestión el próximo año, sin mayores precisiones (y ése es un dato importante, porque los sondeos auguran que será descabalgado del poder tras las elecciones de mayo). El jefe del Gobierno canadiense, Stephen Harper, todavía no se ha pronunciado al respecto.

Sandra Anker tenía seis años cuando fue enviada -o, como ella prefiere decir, "fue exiliada"- a la Australia de 1950. Pensaba que su destino estaba en África, escenario de los sueños aventureros de su infancia, pero acabó en Melbourne. "Pasé muchos años esperando que alguien se diera cuenta del error y acudiera a rescatarme", explica hoy. La Sandra adulta sigue reclamando las explicaciones del Gobierno británico, una disculpa nacional que se equipare al menos con la expresada por los australianos: "Hemos sufrido a lo largo de toda nuestra vida y nadie [en Londres] quiere escucharnos. ¿Cómo se suponía que íbamos a regresar a nuestro país de origen y localizar a nuestras familias? ¿Por dónde empezamos?". Toda esa rabia, alimentada por años "de miseria, de no saber de dónde eres o quién eres", encierra para Sandra y los niños olvidados un único anhelo, la necesidad de sentirse de nuevo "bienvenidos en la que fuera nuestra tierra de nacimiento".

Mano de obra infantil

- Desde los años treinta y hasta 1967, entre 7.000 y 11.000 niños británicos fueron deportados a Australia. La mayoría tenía entre 3 y 14 años.

- La cifra se multiplica por diez si se contabilizan los que fueron enviados a los demás países de la Commonwealth, principalmente Canadá y Suráfrica.

- Ni Reino Unido ni Canadá se han pronunciado aún.

- La política oficial implicaba separar a los hermanos.

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