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Columna
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Obstáculos a la lucha contra el cambio climático

Se precisan grandes inversiones que la mayoría de los países no están en condiciones de sufragar

Sólo los que esperaban que el presidente Obama dispusiera de una varita mágica para resolver los grandes retos a los que se enfrenta la humanidad pueden estar decepcionados. Reconforta, en cambio, comprobar que mantiene las políticas propuestas, aunque a corto plazo no siempre encuentre una salida -Guantánamo, Afganistán- o, como en la ampliación del seguro de enfermedad, las dificultades sean de mucho mayor calado que lo esperado. Señal clara de que Obama está cumpliendo es que embistan con más fuerza los sectores políticos y sociales que recibieron el mazazo de su elección. Pese a una oposición creciente, reconduce a Estados Unidos a la multilateralidad que exige un mundo cada vez más integrado y se atreve a plantear las dos cuestiones básicas de las que depende la supervivencia de la humanidad: combatir la proliferación de las armas nucleares con la única política realista, desarme atómico para todos, y empezar a encauzar el problema más complejo y acuciante, que es sin duda el cambio climático.

Estados Unidos, espoleado por los intereses del petróleo, ha pasado de negar el cambio climático a reconocer su evidencia. Para salvar la conferencia de Copenhague Obama ha prometido reducir en un 17% las emisiones de CO2 hasta 2020. El que la potencia hegemónica se enfrente por fin a este gran problema es un gran paso adelante, pero ello no basta para eliminar los muchos obstáculos de toda índole que se oponen a una política eficaz contra el calentamiento del planeta.

Su especificidad consiste en ser una cuestión que a todos atañe, exigiendo una respuesta conjunta. El clima es un bien público, del que a nadie cabe excluir por los altos costes que ello implicaría. Al no existir tampoco una relación directa entre los causantes de los daños y los perjudicados, que pueden encontrarse a mucha distancia, tampoco resulta fácil implicar a los responsables. Las regiones más pobres, que lo son también por padecer catástrofes naturales periódicas (terremotos, inundaciones, explosiones volcánicas), sufren ya fenómenos meteorológicos extremos que se suponen debidos al calentamiento del planeta. El cambio climático refuerza así la injusticia de las relaciones Norte-Sur. Hasta ahora los causantes de las emisiones en los países ricos sufren menos daños que los del Tercer Mundo, que no son emisores directos.

Con tan distintos grados de responsabilidad entre países muy desiguales en poder y riqueza, no resulta fácil coordinar acciones eficaces, máxime cuando no contamos con organizaciones internacionales capaces de imponer criterios o compromisos, como exigiría una economía pública concertada a nivel planetario. La lucha contra el cambio climático demanda políticas públicas de carácter internacional que no encajan en absoluto en el tipo de economía que tenemos. El dilema que se plantea es que sigamos, como hasta ahora, con pequeñas correcciones que en medio siglo no nos librarán de la catástrofe ecológica anunciada, o bien, que vayamos adaptando el sistema económico mundial a los nuevos desafíos, admitiendo cambios progresivos desde lo privado a lo público y desde cada Estado a la coordinación internacional.

Aunque se impusiera el principio de que más pague el que más contamine, para combatir el cambio climático se precisan grandes inversiones que la mayoría de los países no están en condiciones de sufragar. A ello se suma el que nos hemos instalado en una cultura del presente que rechaza dedicar grandes recursos a atajar unas consecuencias que se presumen indeseables, pero que a tanta distancia -el aumento de cinco grados en la temperatura se prevé para dentro de 40 años- se difumina su importancia. En democracias en las que los Gobiernos dependen de sus electores no cabe exigir grandes sacrificios para salvar generaciones que aún no han nacido. El corto plazo, todo lo más los cuatro años de legislatura, es la dimensión temporal que alcanza la política, cuando la lucha contra el calentamiento del planeta requiere una acción concertada y permanente que dure por lo menos un siglo. Pese a la preocupación creciente por el medioambiente, en los últimos ocho años la concentración de CO2 ha aumentado un 33% más que en la década de los noventa. Si la única solución fuese un cambio de vida voluntario, más vale abandonar toda esperanza.

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