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La amenaza atómica
Columna
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Órdago a Obama

En teoría, Corea del Norte ha desafiado la legalidad internacional, como se han apresurado a calificar —con mayor o menor intensidad, según sus intereses nacionales— los líderes mundiales tras la segunda explosión nuclear en menos de tres años llevada a cabo el lunes por Corea del Norte, seguida por el lanzamiento de varios misiles de corto alcance tierra-mar y tierra-aire hacia el mar del Japón. En la práctica, el chantaje del dictador norcoreano Kim Jong-il tiene un destinatario directo: Barack Husein Obama y su política de mano tendida hacia los, hasta ahora, enemigos declarados de Estados Unidos.

Una política, cuyos resultados hasta ahora han sido más bien escasos, por no decir nulos. El mismo día de la explosión nuclear norcoreana, el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, rechazaba la última oferta occidental para congelar la producción de uranio a cambio de sustanciales beneficios económicos y lo único que ofrecía al presidente estadounidense era un debate en Naciones Unidas para contrastar sus posiciones. En todo caso, conviene no hacerse ilusiones sobre el posible cambio en la presidencia iraní tras las elecciones de este verano. Todos los candidatos, y el supremo líder, el ayatolá Alí Jamenei, apoyan la continuación del programa nuclear iraní.

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Pero, Corea del Norte, y las decisiones de su querido líder, requieren de la inmediata atención de Obama y van a poner a prueba su capacidad de liderazgo dentro y fuera de Estados Unidos. Por sus obras los conoceréis y Kim está tensando la cuerda, como ha hecho una y otra vez en el pasado, para comprobar hasta dónde llega la reacción de Washington.

Su decisión de anteayer de retirarse del armisticio de 1953, que puso fin a la guerra de Corea, restableciendo el estado de guerra en la península coreana puede resultar alarmante, pero, según los analistas internacionales, no supone un peligro inmediato. Hasta el momento, y a pesar de las amenazantes palabras de Pyongyang, típicas de toda dictadura comunista, el Ejército norcoreano, el cuarto del mundo en potencial humano (1.200.000 efectivos en una población de 23 millones de habitantes) no ha realizado el más mínimo movimiento de tropas en las cercanías de la zona desmilitarizada de 240 kilómetros que separa a las dos Coreas a lo largo del paralelo 38, según constataba el miércoles la corresponsal de la CNN en el Pentágono.

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La excusa oficial para esta última parafernalia oral bélica por parte de la dictadura estalinista norcoreana ha sido la decisión de Seúl, anunciada poco después de conocerse la explosión atómica norcoreana, de convertirse en el país 95 que se adhiere a la Proliferation Security Initiative, una medida propuesta en 2003 por la Administración Bush y que trata de impedir el tráfico marítimo de materiales y componentes nucleares. La iniciativa está apoyada por cerca de un centenar de países, entre los que se encuentran, además de Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia e Israel, pero no otros estados nucleares como China, India y Pakistán.

La reacción de Obama fue la más enérgica desde su llegada a la Casa Blanca. Los términos "violación descarada de la legalidad internacional", "haremos frente juntos" al desafío y otros similares no son corrientes en el lenguaje utilizado hasta ahora por el presidente estadounidense en el enfoque de los problemas de política exterior.

Obama se da cuenta del chantaje al que le quiere someter Kim para quien las condenas de Naciones Unidas no son sino un argumento para demostrar a sus súbditos las maldades del capitalismo, representado por Estados Unidos, Japón y Corea del Sur. Sabe que, descartada una acción militar directa como la que intentó, pero no materializó, Clinton en 1994, el dictador norcoreano tiene todas las cartas a su favor en tanto en cuanto siga contando con el beneplácito de China, a quien le debe su subsistencia diaria. Pekín facilita a Pyongyang el 75% de sus necesidades energéticas y, aunque se oponga al programa nuclear norcoreano —éste fue el verbo utilizado en el Consejo de Seguridad para no usar el más contundente de condenar—, no quiere, todavía, hablar de una desestabilización del régimen de su repulsivo protegido por dos razones principales. La primera, porque no desea, como ocurrió en la última hambruna, la emigración de decenas de miles de coreanos del norte a territorio chino.

La segunda, porque una caída del régimen norcoreano supondría la reunificación de la península coreana bajo un régimen democrático, una perspectiva que no causa precisamente grandes entusiasmos en Pekín. La clave, por tanto, está en la actitud futura de China y es hacia el gigante asiático donde debe dirigir sus esfuerzos el presidente Obama, si quiere que su política de firmeza frente a Pyongyang tenga algún éxito.

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