_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Partes médicos

Saber diferenciar una democracia de una dictadura no es tan fácil como parece. Aunque a primera vista la celebración de elecciones periódicas pudiera ser un buen indicador, el mundo está lleno de dictadores electos en elecciones fraudulentas o sin posibilidad alguna de que la oposición las pudiera ganar. Algunas dictaduras incluso han llegado a un pacto implícito con la oposición por el cual esta se puede presentar a las elecciones, siempre que no tenga intención de ganarlas. No cabe olvidar tampoco que las dictaduras se presentan en formatos muy diferentes, pues no es lo mismo un régimen totalitario que pretende controlar todos los resortes de poder (Estado, mercado, partidos, sindicatos, organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación) que los llamados regímenes autoritarios, donde existe un pluralismo limitado y una sociedad civil parcialmente independiente. Finalmente, siguiendo la observación clásica de Maquiavelo, hay dictadores que se conforman con ser temidos, lo que requiere reprimir a los opositores y beneficiar con prebendas a los seguidores, y otros, más megalómanos, que quieren ser amados, lo que exige una intensa labor de propaganda y lavado de cerebro colectivo al socaire de alguna ideología. Que esa ideología tenga cierto mérito doctrinal (como el marxismo-leninismo) o que sea simplemente una bufonada (véase el pensamiento juche norcoreano) no cambia las cosas.

La información oficial sobre la salud de los jefes de Estado aclara la naturaleza de un régimen

Al otro lado, las democracias tampoco lo ponen muy fácil. Por un lado, hay tantas democracias que solo lo son un día cada cuatro años que se han ganado la etiqueta de democracias "electorales". Algunas de ellas incluso han logrado algo tan paradójico como ser democracias y no respetar los derechos humanos ni el principio de igualdad ante la ley, por lo que las llamamos democracias "iliberales". Otras democracias, como la israelí, o en sus tiempos la surafricana, solo lo son para una parte de la población, permaneciendo impávidas ante la evidente contradicción de distinguir dentro del mismo territorio entre ciudadanos de pleno derecho y súbditos de plena subyugación. Finalmente, en muchas de ellas, como pone de manifiesto la popularidad alcanzada por el eslogan "democracia real ya", cuestiones como la legitimidad, la representatividad o la rendición de cuentas están tan en entredicho que la palabra democracia parece a veces una cáscara vacía de contenido.

Así las cosas, no es de extrañar que los politólogos nos obsesionemos con encontrar medidas empíricas que nos permitan distinguir a las democracias de las dictaduras. La organización Freedom House, por ejemplo, lleva años examinando las credenciales democráticas de los países y clasificándolos en una escala de 1 a 7, de más a menos libre. Otros, como el proyecto Politi IV, recogen multitud de datos sobre regímenes políticos (remontándose nada menos que al año 1800) y proponen una clasificación en 21 puntos que oscila entre -10 y +10. También está el Democracy Index del Economist, que examina 167 países de acuerdo con cinco categorías y distingue entre democracias completas, defectuosas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. Curiosamente, la escala de grises entre democracia y dictadura es tan amplia que a veces tenemos que transgredir nuestras propias definiciones y hablar de "demoduras" y "dictablandas".

Ahora bien, toda esta sofisticación analítica y empírica podría resultar innecesaria si añadiéramos un indicador algo atípico: las informaciones oficiales sobre la salud de los jefes de Estado. Según informaba este diario el 22 mayo de 1976, la agencia china de noticias desmentía como "puros disparates" las informaciones sobre la salud de Mao (Mao moriría en septiembre). Un año después, en diciembre de 1977, mientras Le Figaro informaba del frágil estado de salud de Bréznev, Pravda afirmaba que se "recuperaba de una indisposición" en su dacha y de que reaparecería en los próximos días. Y algo similar ocurriría después con Franco, pues el primer parte médico hacía malabarismos para evitar hablar del infarto que había sufrido. Claro que el récord lo tiene Kim Jong-il, que pudo permitirse perderse el desfile del 60 aniversario de la fundación de la República Popular Democrática de Corea, sin que su agencia de noticias pestañeara al calificar los rumores sobre su enfermedad como "una conspiración".

Avanzando algo en el tiempo, el culebrón montado en torno al "absceso pélvico" de Hugo Chávez y su convalecencia en La Habana nos señala claramente cuál es el rumbo político del régimen bolivariano de Caracas. Chávez no ha podido elegir mejor anfitrión, pues Castro comunicó en agosto de 2006, hace ahora cinco años, que su operación le obligaba a permanecer "varias semanas" en reposo. La foto de ambos nos hace visualizar claramente cómo la convalecencia une a los dictadores: la Alianza del Chándal ya es oficial. Por sus partes médicos los conoceréis. Twitter: @jitorreblanca

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_