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Columna
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Piratas y tiburones

Como las costas de Somalia están infestadas de piratas, el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó en junio pasado a las fuerzas navales de los países con intereses pesqueros en la zona a perseguir a estos delincuentes del mar. Pero como confiesan los armadores de los atuneros españoles, estos piratas son sólo unos pobres desarrapados que en cuanto ven un arma se van por donde han venido. Nada que ver, desde luego, con las aguas de Nueva York, donde se reúnen los líderes mundiales estos días, que sí que están infestadas de tiburones cuyos comportamientos predatorios nos han llevado al borde del abismo y nos van a costar una fortuna, cientos de miles de empleos y años de sacrificios.

En Estados Unidos se ha dejado crecer un mercado financiero paralelo, opaco y autorregulado

En un mundo ideal, uno habría esperado que la comunidad internacional hiciera exactamente lo contrario: mandar los cascos azules a la Gran Manzana a detener a los responsables de este desaguisado y, al mismo tiempo, destinar a Somalia (donde el precio del sorgo se ha multiplicado por seis en los últimos meses) una fracción de los 700.000 millones de dólares que el Tesoro estadounidense va a poner encima de la mesa para salvar a hipotecarias y aseguradoras.

Por ello, aunque es cierto que la situación en Somalia es tan desesperada que han sido necesarias fragatas (canadienses primero; francesas, danesas y holandesas, después) para escoltar a los barcos del Programa Mundial de Alimentos, es difícil sustraerse al regusto moral que provoca contrastar con qué rapidez y contundencia protegemos nuestros intereses y, al mismo tiempo, cuánto tardamos en hacer valer nuestros principios. En estas circunstancias, es inevitable preguntarse si el derecho a la seguridad de nuestros pesqueros puede existir en abstracto, sin tener en cuenta el contexto en el que su actividad tiene lugar, y, por tanto, hasta qué punto es legítimo el uso de la fuerza para proteger nuestros intereses económicos.

Diecisiete años después del colapso del régimen de Siad Barre, con más de medio millón de muertos, un millón de desplazados y casi medio millón de refugiados en terceros países, el 43% de la población somalí (más de tres millones de personas) depende de Naciones Unidas para alimentarse. Pese a ello, la comunidad internacional no ha sido capaz de dotar de contingentes suficientes a la misión de la ONU (Amisom), que debería supervisar el incipiente proceso de paz y la retirada de las tropas etíopes.

Desde luego, el Estado ha desaparecido en Somalia hace mucho tiempo. Pero ¿cuándo fue la última vez que se le vio por los mercados de derivados financieros? Ni se sabe. En Estados Unidos, desde donde se suele denostar el modelo europeo por rígido e incompetente, se ha dejado crecer un mercado financiero paralelo al bancario, completamente opaco y autorregulado. El resultado ha sido el mismo que apagar las luces en un aula con todas las chucherías encima de la mesa. Warren Buffet, el multimillonario estadounidense que confesó su sorpresa al descubrir que el personal de limpieza de su empresa pagaba más impuestos que él (que lo tiene todo a nombre de una sociedad), definió hace poco los derivados y productos similares como "armas financieras de destrucción masiva". Unos meses más tarde, la crisis de las hipotecas basura se ha llevado por delante miles de empleos, los ahorros de muchos ciudadanos y la confianza de la ciudadanía en sus gobiernos e instituciones financieras.

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Wall Street y Somalia nos ofrecen los dos extremos perfectamente antitéticos de los excesos y límites de la globalización. Por eso, mientras los líderes mundiales se reúnen estos días en Nueva York, se pone en evidencia el fracaso de nuestro sistema de gobernanza mundial a la hora de proveer de forma mínima algunos bienes públicos globales esenciales. Se trata de un sistema basado en dos principios organizativos: la soberanía política, de la que hacen gala los 192 Estados miembros de la ONU, y la libertad de mercado, que ha dado lugar a un mercado integrado, pero muy insuficientemente regulado. Pero sea para tratar con los Estados fallidos o con los fallos de mercado, es evidente que nuestro mundo carece de gobierno, o al menos de uno que merezca tal nombre, y que nuestra elaborada forma de vida se limita a dar bandazos, poner parches e improvisar en función de las circunstancias. A un extremo, los mercados financieros; al otro, el caos somalí. Dos modelos de desorden mundial entre los que elegir.

jitorreblanca@ecfr.eu

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