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Queso oaxaqueño

La clase política mexicana está hecha bolas. Lo sabe, pero no hace nada por desenredarse

En el estado de Oaxaca existe un queso al que llaman "oaxaqueño". Es blanco, redondo y hecho nudos. Es curioso, pero así son los políticos oaxaqueños, enredados y complicados. Hechos nudos. Por los oaxaqueños, precisamente, hay un encarecido debate en México estos días, que no tiene que ver únicamente con ellos, pero que por ellos se ha armado una discusión engañosa. Se trata de la alianza entre el PAN, el partido en el poder, y los partidos de izquierda, para que en las elecciones de julio donde se juegan 12 gubernaturas -casi la mitad del poder político nacional-, puedan ir en alianza en cuando menos la mitad de ellas para enfrentar y derrotar al PRI.

Las alianzas generaron un intercambio de fuego político entre partidos y dentro de ellos mismos. El argumento es el mismo: ¿cómo puede ir en alianza el PAN, cuando el ex candidato presidencial de la izquierda Andrés Manuel López Obrador no deja de llamar al presidente Felipe Calderón "espurio" y "pelele"? La anécdota, pues no pasa de ser eso, ha servido para que partidos y políticos repudien las alianzas por diferentes razones. Los priistas porque, en efecto, si hubiera una alianza global en contra de sus candidatos en varios estados (provincias), podrían perder el poder en algunos de ellos. Los panistas y los perredistas, por las dinámicas que los tienen enfrascados en pugnas internas.

Las descalficaciones contras las alianzas son un sinsentido. Hace un largo tiempo que las alianzas forman parte del juego político mexicano, están permitidas en las leyes electorales federales -que sus diputados aprobaron-, y están vigentes, asimismo, en las 32 entidades federativas del país en sus procesos locales. Lo intrigante no es por qué todos alegan una carta de naturalidad bastarda de las alianzas, y en casos extremos llegan hasta a calificarlas de "antidemocráticas", sino por qué la opinión pública ha caído presa de la espectacularidad del fuego pirotécnico presentado por los partidos.

Si como se dijo hay 12 gubernaturas en juego, de las cuales en cuando menos seis se está negociando la alianza entre PAN y la izquierda, ¿por qué son los oaxaqueños los que dispararon la discusión? Por la sencilla razón de que el eventual candidato, el senador Gabino Cué, ha sido apoyado incondicionalmente por López Obrador, con quien hizo campaña terrestre -de pueblo en pueblo- durante meses por las marginadas comunidades oaxaqueñas. En ninguna otra alianza existe la relación orgánica tan estrecha entre el candidato y López Obrador como en Oaxaca, lo que revela la esencia del debate, que no es lo que se discute: lo que sigue sin resolverse es el conflicto político postelectoral de 2006, cuando ganó Calderón la elección presidencial, y López Obrador, que perdió por alrededor de 250.000 votos, nunca lo reconoció.

Este problema es el de fondo. Hoy se llaman alianzas electorales, pero se podría llamar de cualquier forma. Su clasificación es un prefijo del problema insoluto que ha venido arrastrando México desde 2006. La pugna por el poder se extendió más allá del calendario electoral, y aun si López Obrador ha venido perdiendo popularidad y sus negativos son crecientes, representa una voz que tiene la autoridad moral de un líder político y social a quien le sigue una segmento importante de mexicanos a donde sea y para donde sea. López Obrador es el único político cuyo peso tiene traducción en votos, como lo demostró en la elección del verano pasado donde se renovó todo el Congreso, y que por diferencias con su partido, el PRD, hizo campaña por los candidatos del Partido del Trabajo.

La confusión que generó López Obrador entre el electorado de izquierda produjo una división muy costosa para el PRD. Su nivel de voto se cayó al promedio que tenían en 1997, y fueron desplazados a tercera fuerza en la Cámara de Diputados. En 10 entidades fueron relegados al cuarto lugar, rebasados por el Partido Verde que jugó en alianza con el PRI, perdieron la mayoría de sus bastiones en la zona metropolitana de la ciudad de México ante el PRI, y vieron cómo se reducía en casi un 50 por ciento su fuerza en la capital frente al PAN. El Partido del Trabajo, que cada elección tenía problemas para alcanzar el 2% necesario para mantener el registro, se disparó a un 6 por ciento y conquistó la Delegación Iztapalapa -una de las 16 en las que se divide políticamente la capital federal-, que tiene casi dos millones de habitantes y un presupuesto anual de 3,500 millones de pesos (269 millones de dólares).

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Este peso específico de López Obrador lo hace ser un adversario de cuidado. Pero es un rival complejo y difícil. Complejo, porque su naturaleza fundamentalista lo hace repeler cualquier tipo de pragmatismo. Difícil, porque su mundo sólo tiene blancos y negros. Es un político que se regenera de la agitación social, llevando la protesta hasta el máximo de la legalidad, cuidando siempre de no romper la ley. Sus características han derivado siempre en la polarización, como en Tabasco, un estado en el sureste del país donde contendió por la gubernatura. Nunca aceptó el resultado adverso y desde hace más de una década inyectó la protesta que dividió a esa sociedad. En 2006 sucedió algo similar, a nivel nacional, al encabezar una revuelta política que tiene dividido al país.

No se le puede atribuir únicamente a él la polarización nacional que se vive desde 2006. El entonces presidente Vicente Fox contribuyó con una campaña que emprendió en contra precisamente de López Obrador, a quien por una falta administrativa menor en la que incurrió como gobernador del Distrito Federal lo pretendían meter a la cárcel. No ayudó a mejorar el entorno el equipo de campaña del candidato presidencial Felipe Calderón, que diseñó una campaña electoral negativa donde el spin era: "López Obrador, un peligro para México". La sociedad mexicana se envenenó con esa clase política que sólo trabajó para la coyuntura y no para el día después.

La enardecida discusión sobre las alianzas tiene este mar de fondo. El conflicto postelectoral de 2006 sigue sin resolverse, por lo que los vasos comunicantes que tiene el sistema político mexicano contienen algunos conductos atrofiados. El desarreglo político desfavorece al presidente Calderón y ayuda a López Obrador, quien requiere del conflicto tanto como el enfermo con efisema pulmonar necesita de un tanque de oxígeno para vivir. Calderón lleva prisa para construir un andamiaje que haga que su paso por el gobierno haya valido la pena; López Obrador dispone de todo el tiempo para construir su propio proyecto. En la ruptura política que se vive hoy en México todo puede suceder, porque la incertidumbre sobre cualquier arreglo institucional es infinita.

No podrá haber reformas de fondo en materia económica y política, porque ese conflicto lo impide. No podrá haber una recomposición del sistema político, que todos urgen que haya, porque una parte significativa del sistema, la boicoteará. No hay compromisos que se puedan forjar en el largo plazo, porque los factores humanos que interactúan siguen teniendo 2006 como la base de la negociación o la discordia. Las alianzas electorales enseñan de qué tamaño puede desviarse el tema del problema de fondo al que los políticos no quieren entrar a buscar solución definitiva. Sin lugar a duda, podemos proclamar que hoy en día toda la clase política mexicana es oaxaqueña. Está hecha bolas. Lo sabe, no hace nada por desenredarse, y hasta parece no importarle.

Raymundo Riva Palacio es director del portal www.ejecentral.com.mx

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