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John Hinckley juega a las cartas en el manicomio ante la irritación de magistrados y políticos

John Hinckley juega a las cartas con otros pacientes del hospital psiquiátrico Saint Elisabeth, en Washington, mientras los cimientos de la justicia norteamericana se conmueven por la resolución del jurado que, hace una semana, decidió considerar a Hinckley como "no culpable, por enfermedad mental" de las trece acusaciones que pesaban sobre él, por su atentado del pasado 30 de marzo de 1981, contra el presidente Ronald Reagan y otras trece personas.

En realidad, la polémica enfrenta a juristas y psiquiatras en tomo al punto clave de saber hasta qué punto se puede considerar como "demente" o "enfermo mental" a una persona que atente contra la vida de otras. El Congreso estadounidense promete tomar cartas en el asunto y preparar una modificación del código penal norteamericano que permita considerar "culpable, pero demente" al autor de atentados criminales.El propio Hinckley, "en tan polémico juicio, reconoció que "estaba convencido de que sería declarado culpable" en el transcurso de una entrevista exclusiva con el diario The Washington Post. Con cierto sentido del humor añadió que "he ayudado al presidente", porque, "después del atentado subió en un 20% su índice de popularidad". Hinckley pidió "perdón" a James Brady, herido e imposibilitado durante el atentado contra Reagan.

Unos cien millones de norteamericanos pudieron seguir en las pantallas del televisor el momento exacto en que John Hinckley, de veintisiete años de edad, disparaba en la puerta del Washington Hilton Hotel contra el presidente, Ronald Reagan. Pudieron ver con todo detalle el caos provocado por seis balas del calibre 22. El dolor reflejado en el rostro del presidente por la bala incrustada a medio centímetro del corazón. Los cuerpos heridos en el suelo del secretario de Prensa de la Casa Blanca, James Brady -hoy completamente incapacitado en su silla de ruedas-, del agente del servicio secreto Timothy Maccar y del policia Thomas Delahanty.

Pero el testimonio gráfico no valió para que el jurado de once personas de raza negra y una blanca fuera insensible a los argumentos de una defensa muy bien estructurada, que logró imponer la tesis de "enfermedad mental" de John Hinckley, en el momento de realizar el atentado.

Hoy, Hirickley espera tranquilamente en el hospital psiquiátrico, en condiciones de semilibertad, a que las autoridades del distrito de Columbia, en la capital federal de Estados Unidos, decidan dentro de sesenta días si Hinckley es todavía un individuo peligroso, o si ha recuperado plenamente sus facultades mentales y puede ser puesto en libertad. Tanto los familiares como los abogados de la defensa afirman que no insistirán para una rápida liberación.

Tal posibilidad irrita a los norteamericanos. Desde el secretario de Justicia, William. French Smith, hasta los miembros del comité judicial del Congreso, que comenzaron un intenso debate para modificar la legislación actual a fin de permitir que una persona pueda ser declarada "insana", "demente" o "enferma mental", pero, en cualquier caso, culpable, en casos de atentados criminales contra la vida de otras personas. Los sondeos realizados en torno al caso Hinckley son abrumadores contra la decisión de calificar a Hinckley de "inocente" quizá por la personalidad de la víctima del atentado, ni más ni menos que el presidente de Estados Unidos.

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Resulta curioso, sin embargo, que mientras el debate entre juristas y psiquiatras gana posiciones, pocos levantan la voz en Estados Unidos para modificar las leyes que deberían permitir llegar, en cierto modo, al fondo del problema de la violencia en EE UU: la libertad, casi total, de poder comprar armas de fuego. Se calcula que hay en este país entre cincuenta y sesenta millones de pistolas en circulación, para una población de 226 millones de habitantes. Pero los grupos de presión de fabricantes y comerciantes de armas parecen ser más potentes que el Congreso, a la hora de limitar o, cuando menos controlar, la circulación de armas. San Francisco, ciudad innovadora en la sociedad norteamericana, ha sido la primera gran urbe en la que su ayuntamiento ha decidido la prohibición de portar pistolas en las calles y lugares públicos. La mínima sanción por este delito será de treinta días de cárcel o 50.000 pesetas de multa.

El caso Hinckley dará todavía mucho que hablar. Poco a poco, se van aireando detalles del juicio. Dos miembros del jurado reconocieron que tenían sus dudas a la hora de absolver a Hinckley, pero tuvieron presiones por parte del resto del jurado. "¿Hasta qué punto podemos saber qué pasaba por el cerebro de Hirickley en el momento del atentado?", dijo la señora Copelin, uno de los miembros del jurado que expresó sus dudas sobre el veredicto. El propio juez federal Barrington Parker, que presidió el juicio de Hinckley, expresó sus dudas por el concepto de "dudas razonables" que, influidos por la defensa y basados en informes de psiquiatras, culminó con la decisión de considerar a Hinckley como "inocente, por deficiencia mental".

Hinckley, hijo de un millonario del petróleo de Colorado, pudo contar con los célebres abogados de una de las firmas de mayor prestigio de Washington. Nadie sabe lo que costó la defensa, evaluada por la Prensa en el equivalente a unos treinta millones de pesetas. Aunque es lógico que los padres de Hinckley no repararan en gastos a la hora de defender a su hijo, muchos norteamericanos se interrogan si la sentencia habría sido la misma, de tratarse, por ejemplo, de un pobre negro en púo que hubiera disparado contra el presidente de Estados Unidos.

Para las arcas del Gobierno federal, el caso Hinckley habrá costado el equivalente a unos trescientos millones de pesetas. Los miliones continuarán barajándose en tomo al atentado, juicio y absolución de Hinckley, cuando el juez John Penn, en defensa de tres de las víctimas del atentado (Brady, Maccarthy y, Delahanty), interponga querella y reclame el equivalente a unos, 750 millones de pesetas, en concepto de "daños y perjuicios", para las víctimas del atentado.

Los norteamericanos, sobre todo los humoristas de Prensa, no olvidan los móviles peculiares que motivaron a Hinckley a la hora de disparar contra el presidente Reagan. Su amor no correspondido por la joven actriz de la película Taxi driver, Joddy Foster, a quien quiso impresionar con una "espectacular acción".

Hoy, a las puertas de una posible liberación de Hinckley en poco tiempo, un humorista publicaba una carta imaginaria de Hinckley, con membrete del hospital Saint Elisabeth, en la que decía: "Querida Joddy, todo perfecto. El juez está de acuerdo en casamos. Pedí a mi abogado que sea el padrino, y a las siete mujeres del jurado que sean las damas de honor. Escoge tú misma la fecha (cualquier día del próximo mes de septiembre). Te amo. John Hinckley. Postdata: ¿Qué te parece la Blair House (sede de los invitados oficiales) para pasar la luna de miel?".

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