_
_
_
_
_
Reportaje:LA CALIDAD DE LA DEMOCRACIA

Retórica o violencia: la sociedad incivil

Tres expertos debaten sobre la radicalización del discurso político en el mundo

Las ventajas de la polarización

JOSÉ I. TORREBLANCA

El atentado de Arizona ha puesto en primera plana la radicalización de los términos del debate político en nuestras democracias. Un tono generalmente grueso, cuando no apocalíptico, y deliberadamente simplificador parece dominar el debate político estadounidense. En radios, tertulias, discursos, mítines y programas televisivos se cruzan insultos, descalificaciones e incluso amenazas. Muchos se preguntan si Estados Unidos, que siempre fue considerado un paraíso civil debido a la madurez de su sociedad y sus instituciones, no es hoy simple y llanamente una sociedad "incivil".

El fenómeno no se circunscribe a Estados Unidos. En realidad, España ofrece una buena muestra de una política vociferante, reducida a eslóganes, huérfana de argumentos y donde ni hechos ni datos cuentan o bien son manipulados impunemente. Curiosamente, un país que ha vendido al mundo una transición de consenso, se encuentra, al menos desde el 11 de marzo de 2004, instalado en un ambiente de permanente crispación.

¿Qué explica la polarización? Tradicionalmente, los partidos con posibilidades de gobernar venían compitiendo por el centro del espectro político, por el llamado "votante mediano", un ciudadano modelo que en cada elección adjudicaba racionalmente su voto a cada partido tras haber sopesado la calidad de la acción de gobierno realizada, el programa electoral presentado y la credibilidad de los candidatos. Sin embargo, la fidelidad partidista del votante mediano no es muy elevada, lo que representa un problema para los partidos, que, al igual que las empresas hacen con las marcas, tienen que recurrir a técnicas de fidelización del votante. Ahí comienza el deslizamiento de la política hacia la publicidad, un camino donde la ideología juega un papel esencial puesto que refuerza la identificación de los votantes con los partidos. Como en los anuncios de automóviles donde no se habla del precio ni de las características sino del placer de conducir, los partidos necesitan que los electores estén dispuestos a votarles no solo cuando lo hagan bien, sino también cuando lo hagan mal, lo que solo harán si su ideología les impide cambiar de voto. De ahí la necesidad de polarizar.

En Estados Unidos, George W. Bush ganó por unos pocos votos las elecciones de 2000 compitiendo por el centro, pero arrasó en 2004 cuando siguió la estrategia de Karl Rove y construyó un discurso deliberadamente dirigido a sacar a votar a la derecha religiosa, generalmente abstencionista. El problema ahora es que esa derecha radical representa una especie de genio que se niega a volver a la lámpara, tira de los republicanos hacia la derecha y fuerza a los demócratas a elegir entre moderarse y competir por el centro o buscar un efecto similar por la izquierda, lo que puede radicalizar aún más la vida política. ¿Ha ocurrido algo parecido en España?

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Rehenes de los más exaltados

BELÉN BARREIRO

En España, no hay más polarización política ahora que hace 10 años. Las distancias ideológicas entre los partidos son prácticamente las mismas. Sin embargo, sí hay crispación y, al igual que en Estados Unidos, ésta es asimétrica. Al margen de episodios puntuales, como el de Murcia, en el que los implicados no son partidos sino ciudadanos concretos, es la derecha la que tiende a desencadenar la tensión en la vida política española. Y lo hace porque le es rentable.

En un país en el que hay más progresistas que conservadores, la derecha ha debido ingeniárselas para imponer en la competición electoral nuevas dimensiones que estructuren el debate político lejos de la discusión clásica en torno a la igualdad, en la que el PP es perdedor. Los populares lograron que en la legislatura pasada se hablase más de política territorial que de derechos sociales o civiles. Y en esta legislatura el PP huye del debate sobre la salida a la crisis, si debe ser social o no, centrando la discusión en la supuesta incapacidad del presidente del Gobierno para gestionar la economía.

La crispación es una estrategia que consiste en la escenificación diaria del desacuerdo político. En contextos de crispación, la confrontación siempre es selectiva. No se trata de oponerse a todo, sino de elegir aquellos asuntos en los que el choque frontal permita debilitar al adversario. Se busca exagerar el desacuerdo. Airearlo adrede. Paradójicamente, en estos años de crispación selectiva, la oposición ha dado su apoyo a casi tantas leyes como en épocas pasadas.

Para lograr que en España se hable más de aquello que le conviene, el PP necesita adoptar discursos crispados. De la política territorial o de la capacidad del presidente, se puede debatir sin odio. Sin embargo, la crispación permite a los partidos obtener el apoyo de aquellos grupos mediáticos, sociales o económicos con posiciones más extremas que las de la mayoría del electorado. Estos activistas cuentan con una capacidad de movilización espectacular, que difícilmente pondrían al servicio de discursos templados. De la movilización nace el apasionamiento por la política, la disciplina férrea en la defensa de un proyecto y, en última instancia, la asistencia masiva a las urnas. No es casual que en las elecciones de 2008, el aumento de voto al PP se produjese en aquellos territorios en los que creció la participación electoral.

El verdadero riesgo de recurrir a la estrategia de la crispación está en que los activistas radicalizados acaben teniendo vida propia. Es decir, que, en algún momento, ya no haya forma de controlarlos. Si eso ocurre, el partido será rehén de los más exaltados.

Si la mayoría no comparte tus valores

IGNACIO URQUIZU

La estrategia de la crispación no responde a una posición ética o moral. Los que la emplean pretenden presentarse como los defensores de las esencias y de la pureza de unos valores, pero lo cierto es que la confrontación política no es más que una táctica pensada para ganar elecciones. Su objetivo es doble: movilizar al electorado más próximo y, al mismo tiempo, alentar la abstención de los votantes del partido rival y de los moderados.

Este tipo de estrategia no es nuevo y ha sido ampliamente utilizada en Estados Unidos. En 1800, en la campaña electoral entre Thomas Jefferson y John Adams, un periódico de la época advirtió que si Jefferson era elegido presidente, el asesinato, la violación y el adulterio estarían permitidos. Años más tarde, en 1828, el candidato Andrew Jackson, uno de los fundadores del Partido Demócrata, sufrió una brutal campaña de desprestigio. Recibió tanto insultos como, por ejemplo, ser hijo de una prostituta. O en fechas más recientes, bajo la presidencia de Bill Clinton, el Comité de Acción Política del Partido Republicano recomendó referirse al presidente usando los calificativos de "patético", "enfermo", "traidor" o "corrupto".

La derecha española ha importado a nuestro país esta estrategia porque hay algo que une a EE UU y a España: la mayoría de los ciudadanos se siente más próxima a los partidos progresistas. En España, si analizamos las encuestas del CIS, observaremos que la sociedad es mayoritariamente de centro-izquierda. Algo similar ocurre en Estados Unidos. José María Maravall ha analizado las encuestas de CBS / New York Times para el periodo 1992-2007 y ha observado que solo en dos de las 104 muestras, los republicanos tenían cierta ventaja sobre los demócratas (La Confrontación Política, 2008, Taurus).

Por lo tanto, en los casos español y norteamericano la estrategia de la crispación pretende que la derecha pueda ganar las elecciones en una sociedad donde la mayoría no comparte sus valores. Esta confrontación sólo desaparecerá una vez alcance el poder.

Ahora bien, el riesgo de emplear este tipo de estrategia es doble. Por un lado, la dureza de los argumentos puede ser tan elevada, que algún perturbado se puede sentir legitimado para cometer una barbaridad. Por otro, este tipo de estrategia cierra todas las puertas a posibles acuerdos o puntos en común sobre aspectos fundamentales para una democracia, como puede ser la renovación del Tribunal Constitucional o un pacto global para salir de la crisis.

Además, la democracia se hace más débil, puesto que el debate político se embrutece. ¿Por qué escuchar los argumentos de los progresistas cuando, en palabras de Karl Rove, "los liberales miran a Estados Unidos y ven campos de concentración nazis, gulags soviéticos y las tierras mortales de Camboya?".

José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED. Belén Barreiro es directora del Laboratorio de la Fundación Alternativas. Ignacio Urquizu es profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Un seguidor del Tea Party muestra una pancarta contra Obama en una manifestación en abril de 2010.
Un seguidor del Tea Party muestra una pancarta contra Obama en una manifestación en abril de 2010.REUTERS

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_