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Sarkozy corre hacia la nada

El presidente francés, que ve crecer su descrédito internacionalmente con la crisis de los gitanos rumanos, lleva un año en una perpetua huida hacia delante

Antonio Jiménez Barca

En abril de 2007, el influyente semanario The Economist retrató a Sarkozy como un rutilante Napoleón victorioso a caballo; en mayo de 2009, en plena crisis, subido al primer cajón del pódium, por delante de Angela Merkel, simbolizaba el buen pulso económico de Francia frente a la recesión mundial. En el último número, publicado esta semana, aparece convertido en un enano, oculto dentro del gorro de Napoleón, caminando detrás de una esplendorosa Carla Bruni. La prensa mundial, la nacional, la local, la ONU, la Comisión Europea, el Papa, las organizaciones de derechos humanos, los sindicatos, la izquierda, la extrema derecha, el centro, todos ellos hablan (muy mal) de Sarkozy.

El jueves, los líderes de la UE (incluido Zapatero) arroparon al presidente francés, miraron colectivamente hacia otro lado y evitaron en bloque criticar sus deportaciones de gitanos rumanos, pero el primer comentario que un arrogante Sarkozy recibió en la rueda de prensa posterior a su bronca a gritos con el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, fue el de un periodista francés que le reprochó su aislamiento.

Las regionales de marzo hicieron revivir al Partido Socialista
La popularidad del dirigente de la UMP rueda cuesta abajo desde hace meses
Un sondeo afirma que el 56% de los franceses prefiere a Strauss-Khan
Su táctica populista de la seguridad ciudadana se ha vuelto contra él
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Su imagen, arrastrando la de Francia, se hunde. Su credibilidad también. Sobre todo después de que asegurara, en esa misma rueda de prensa, con cierta fanfarronería muy suya, que Merkel le había dicho que iba a desmantelar campamentos de gitanos en las próximas semanas. Acompañó la respuesta de un chistecito también muy suyo: "Ahora a ver quién habla de la estabilidad de la política alemana, je, je". Berlín lo desmintió todo pocas horas después. Otro comentario suyo pretendidamente gracioso, proferido en una comida con senadores de su partido -"si los luxemburgueses quieren, que acojan ellos a los gitanos"-, desencadenó una tormenta diplomática.

¿Qué ha sido del presidente francés hiperactivo pero seguro, convencido de cambiar Francia? ¿Aquel que prometía "trabajar más para ganar más"? ¿Dónde está el dirigente de centroderecha que contaba en 2007 con una popularidad cercana al 70% (ahora roza el 30%)?

El índice de aceptación de Sarkozy rueda cuesta abajo desde hace mucho. Al principio del mandato dilapidó parte de su crédito dejándose ver más en la prensa del corazón que en la seria, pero después, su vigorosa actuación al frente de la presidencia europea en medio del conflicto ruso-georgiano y su forma de atajar la crisis económica, con un meteórico plan de reactivación centrado en la industria automovilística francesa, le hicieron remontar. Sin embargo, desde el otoño de 2009 Sarkozy avanza dando cabezazos en una perpetua huida hacia delante, de tropezón en tropezón, en una inercia destructiva cada vez más acelerada.

En octubre, su hijo Jean optó, sin haber acabado segundo de carrera, a la presidencia del barrio de negocios más importante de París, La Défense; poco después, el ministro de Cultura, Frédéric Mitterrand, sobrino del ex presidente socialista François Mitterrand, confesaba que había ejercido de turista sexual; en enero, quedaba absuelto por el caso Clearstream su rival político en el centroderecha y su enemigo personal desde siempre, el ex primer ministro Dominique de Villepin, al que Sarkozy había prometido, en otra de sus célebres frasecitas que acaban volviéndose siempre contra él, "colgar del gancho del carnicero".

Las elecciones regionales de marzo confirmaron el rumbo: el Partido Socialista francés (PS), hasta entonces moribundo, revivía. Liderando una alianza de partidos de izquierda, conseguía el 54% de los votos. La Unión por un Movimiento Popular, la UMP, se quedaba en el 34%. El Frente Nacional de Jean Marie Le Pen, que en las elecciones europeas de un año atrás aparecía como una fuerza puramente simbólica, emergía hasta alcanzar el 10%.

Sarkozy intuyó dónde estaba la fuga de agua y en un solemne discurso poselectoral ignoró a los vencedores y se dirigió al electorado que cree suyo y que le había dado la espalda: habló de la prohibición del burka, de las reformas económicas necesarias, de la delincuencia, de la lucha que iba a emprender para proteger a agricultores y ganaderos frente a Europa...

Pero el desplome continuó: a Francia, que había aguantado bien la crisis, le costaba salir de ella; Dominique de Villepin, revigorizado, anunciaba la creación de un partido propio; la reforma de las pensiones, que va a retrasar la jubilación de los franceses de 60 a 62 años, se enfrentaba a una cada vez más creciente marea de protestas callejeras. En muchas de esas manifestaciones le recordaban que aquel presidente del "trabajar más para ganar más" va a acabar convirtiéndose en el de "trabajar más... para jubilarse como antes"; el ministro de Trabajo, Eric Woerth, elegido para dirigir esta reforma clave, se veía involucrado de lleno en el caso Bettencourt, un complicado episodio en el que se mezclan los mayordomos infieles, las herencias hipermillonarias, los sobres con 150.000 euros en billetes, la financiación irregular de la campaña de Sarkozy y, en general, una obscena alianza entre el dinero y el poder que indigna a los franceses de a pie.

Saltando de una mina a otra, zarandeado por escándalos y protestas, con los sondeos más bajos que nunca, rozando el 26%, poco antes de irse de vacaciones, Sarkozy, que es cualquier cosa menos cobarde o timorato, decidió, como siempre, pasar a la ofensiva y pronunció el ya famoso discurso del 30 de julio en Grenoble, en el que relacionaba inmigración y delincuencia y ordenaba el desmantelamiento de los campamentos de gitanos rumanos.

En otras ocasiones, el viejo recurso de la seguridad ciudadana le había servido para enderezar las encuestas. Pero, esta vez su táctica populista se ha vuelto contra él. Es cierto que una encuesta publicada hace 10 días por Le Figaro reveló que su popularidad había recuperado cuatro puntos, alcanzando un magro 30%. Pero, según muchos, a costa de pasear por el mundo su imagen de líder antipático, envanecido y colérico y la de asociar a la orgullosa Francia, cuna de los derechos humanos, con el desmantelamiento de campamentos de gitanos a los que por 300 euros a los adultos y 100 a los niños se les factura en avión a su país de origen.

Con todo, su tirón electoral se resiente: un sondeo publicado el pasado martes en Le Parisien advertía que, frente a Nicolas Sarkozy, con un 25%, los franceses prefieren ahora, con un 56%, a Dominique Strauss-Khan, actual director del Fondo Monetario Internacional y uno de sus posibles rivales en las elecciones de 2012. También Martine Aubry, primera secretaria del Partido Socialista francés (PS), supera hoy por hoy a Sarkozy. Otro sondeo, publicado ayer por este mismo periódico, aseguraba que el 56% de los franceses está de acuerdo con que Europa amoneste a Francia por la deportación de gitanos.

Desde sus filas, recuerdan que Sarkozy lucha todavía contra un fantasma, que la izquierda carece aún de candidato visible y que eso convierte los sondeos en puras elucubraciones sin base real, confían en el comprobado olfato político de su líder y recuerdan que, generalmente, las grescas con Europa le benefician electoralmente. Pero hace pocas semanas, el semanario Le Point, cercano a la derecha, bajo una foto de Sarkozy, se preguntaba: "¿Ha perdido ya?".

Una semana más tarde, el semanario Le Nouvel Observateur iba más allá. También con una foto de Sarkozy en la portada, se preguntaba simplemente, sin ironía ni chistes: "¿Es peligroso este hombre?".

El presidente francés, Nicolas Sarkozy, tras la reunión de jefes de Estado de la UE, en la que se debatió el tema de las deportaciones de gitanos.
El presidente francés, Nicolas Sarkozy, tras la reunión de jefes de Estado de la UE, en la que se debatió el tema de las deportaciones de gitanos.AFP

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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