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Sociedad podrida

El intento de asesinato del jugador Salvador Cabañas remueve la noción de cuán corruptos son los mexicanos

A ningún mexicano nos gusta que nos digan corruptos. Nos indignamos y gritamos. Denunciamos la agresión. Si viene de fuera, decimos que es "intervencionismo" -muchas veces le colgamos "del imperialismo"-, y si es de adentro suceden dos cosas: o no pasa nada, o quien se atreve a decirlo es crucificado por mal mexicano, por no decirle peor. Nos dicen que la corrupción corre por nuestras venas y que somos una sociedad podrida. Nos incomoda enormemente que nos digan eso, nos produce un escozor que sacude al cuerpo. ¡Cómo se atreven!

Para nosotros, los mexicanos de a pie, la corrupción se reduce casi siempre a los gobiernos, a los políticos, a los militares y a los policías. Rara vez a un empresario, o a un cura, y menos aún a uno de nosotros, que sólo estamos atentos a la película del poco decoro con el que nos deleitan cotidianamente los poderosos. Nos parece obvio que haya policías dispuestos a matar, tras un contrato privado, por menos de 500 dólares, o que un malandrín haya cobrado nueve mil dólares por asesinar a un jefe de la Policía Federal.

Es natural que aquellos jóvenes que pertenecen al lumpen, decidan que en lugar de morirse de hambre, mejor juegan su vida diariamente a cambio de 800 dólares de salario en su primer quincena dentro de la nómina de la delincuencia organizada. Es entendible que haya soldados que cambien de bando por la simple aritmética de la supervivencia: el Ejército les paga 700 dólares, mientras que un cártel de las drogas triplica esa suma de inmediato. Todo lo racionalizamos porque todo forma parte de una cultura de permisibilidad que se ha venido construyendo en toda la sociedad.

No queremos darnos cuenta porque al final, es más fácil vivir en México dentro de los circuitos de la corrupción. Todos asentimos con la cabeza que dar una "mordida" -una sinecura- a un policía de tránsito es un acto de soborno, pero cuando damos una vuelta en donde no se debe y nos detienen, y nos explican que la multa costará 250 dólares, pero que además el vehículo se tendrá que ir con el carro de arrastre hasta el lugar donde se concentran los infractores, y que nos tardaremos en solucionar el trámite, aún si pagamos inmediatamente, como una hora y media, nos convencen: por el 50% de la multa en el instante, en cinco minutos volvemos a nuestras andadas.

Por los diferentes centros de las capitales mexicanas, abunda la piratería. Ropas, cigarros, dulces. Abundan software y hardware, películas y discos compactos de música y películas falsas, que llegan a costar hasta 5% de su valor original. El comercio informal construye sus rústicos bazares sobre las principales avenidas, junto a la policía. Ni el cliente los denuncia ahí, públicamente, con el lazo moral de su desprecio, ni el policía hace su trabajo. Se ha convertido en un estilo de vida a tal grado, que la propia hija de un ex Presidente de México fue fotografiada con una bolsa de Louis Vuitton que también era falsa.

En la última semana fuimos testigos de un botón de muestra de qué tanto la corrupción se nos ha metido en el organismo. Después de un escándalo nacional por la agresión al futbolista paraguayo Salvador Cabañas que lo puso al borde de la muerte, mucho hígado se vació sobre la corrupción de las autoridades de la ciudad de México por no tener un reglamento definitivo sobre horarios de apertura y de venta de alcohol. Este debate público fue un tanto ocioso porque bares como aquél donde casi matan a Cabañas han existido, y peores, durante muchos años en la capital sin que nadie hubiera reclamado airadamente antes.

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Sobre la corrupción de los inspectores, ya lo sabíamos, aunque Ismael Rivera, presidente de la Asociación Nacional de la Industria de Discotecas, Bares y Centros de Espectáculos -no se espante, así se llama ese organismo que los agrupa-, dio un dato espectacular. La mordida para que no los clausuren, dijo, puede llegar a ser de hasta 77.000 dólares (o sea, casi un millón de pesos, en una sociedad donde el salario mínimo mensual apenas rebasa los 130 dólares). Pero eso no fue lo más grave. El señor Rivera añadió que para que operen esos lugares de divertimento sin presiones, también se le paga a los vecinos cuando menos mil dólares mensuales. ¡A los vecinos! Es decir, en el circuito de los sobornos que pagan a la autoridad, también tienen que presupuestar a los vecinos, cuyas organizaciones vecinales fueron creadas como gestoras sociales e interlocutoras con el poder para el mejoramiento de la vida del vecindario. Ahora, a decir del señor Rivera, hasta sus enemigas son. Ni qué decir. El poder las contaminó.

Lo que dijo el señor Rivera es lo más espantoso que, sobre corrupción, se pudo escuchar en México en los últimos días, por la profundidad con la cual se ha enraizado. Pero su afirmación no causó el mayor impacto, ni desató una discusión sobre la salud pública de la sociedad. ¿Por qué habría de causarla? La corrupción es un mal endémico en la sociedad mexicana, pero mientras escondamos la cabeza como un avestruz o tapemos el sol con un dedo, no nos afecta. Corruptos ellos, los de enfrente, los poderosos. Nosotros no. Faltaba más. El que esté libre de culpa que tire la primera piedra.

Nadie ha lanzado ninguna piedra todavía. Pero cuidado, ello no significa que esta sociedad podrida está toda podrida. La corrupción está en el organismo y es un cáncer que avanza. Pero no ha ganado esta guerra. Falta decisión para enfrentarla y voluntad para acabarla. Faltan voces para denunciarla y, sobretodo, aceptar que la vida cotidiana no volverá a ser tan sencilla, pero que en definitiva, será más sana.

Director del portal www.ejecentral.com.mx

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