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Columna
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El Tanzimat de Erdogan

La última encarnación de Turquía, que dirige Recep Tayyip Erdogan, el vencedor en las elecciones del domingo, encuentra sus primeras dificultades con la erupción de la primavera árabe, precisamente cuando el país empezaba a rivalizar en influencia con su antecesor, el Imperio Otomano. Pero no son las armas sino el llamado soft power, basado en un espectacular desarrollo económico y una política exterior soberana, lo que se proyecta desde Oriente Próximo y el Cáucaso hasta el Asia Central.

Durante la mayor parte del siglo XIX, Estambul desplegó un formidable esfuerzo de modernización conocido como Tanzimat, que, aunque no consiguió su principal objetivo, la preservación del imperio, estuvo lejos de ser un fracaso. Los progresos en la aproximación a Europa facilitaron la tarea de Mustafá Kemal, que en 1923 refundó la nación como república exclusivamente turca y laica, limitada a Asia Menor. Pero esa Turquía se europeizaba sin democratizarse, porque, presuntamente, el carácter islámico de la sociedad era incompatible con un sistema representativo. Y el Ejército, que había hecho posible esa refundación derrotando a Grecia en una derivación de la Gran Guerra, adquiría un derecho al golpe de Estado sobre los Gobiernos civiles, de lo que el país únicamente se está liberando bajo Erdogan.

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El líder, al que muchos electores llaman papá Tayyip, en contraste con la solemne canonización de Mustafá Kemal como Atatürk (padre de los turcos), se ha sumergido en una Turquía a la que la obsesión laicista aislaba de sus raíces musulmanas, y, al frente de su partido, Justicia y Desarrollo, ha sabido reislamizar tanto como democratizar. Cabe argüir, incluso, que era necesario pasar por el periodo de europeización dictatorial de Mustafá Kemal para que Turquía sea hoy un país básicamente europeo, en el que un partido de islamismo contenido niega espacio al islamismo radical, y tampoco podría, aunque quisiera, edificar una república de ayatolás.

La UE aceptaba en 2005 a esa Turquía en proceso de redefinición como candidato al ingreso, bien que ad calendas; un mega-proceso conocido como Ergenekon -lugar mítico de la cordillera del Altay, supuesto origen del pueblo turco- conducía, tras una investigación comenzada en 2007, a la detención de más de 200 altos mandos militares, acusados de conspiración contra el poder, que se escudaban en la defensa de esa laicidad; Erdogan lanzaba en noviembre de 2009 una política de reconocimiento limitado de los derechos lingüísticos del pueblo kurdo; en septiembre pasado ganaba un referéndum que le rendía las llaves del poder judicial; y, como arco de bóveda, Ahmet Davutoglu -aterrizado directamente de la academia en el Ministerio de Exteriores en mayo de 2009- ponía patas arriba la política medio-oriental.

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En aplicación de esa política, Ankara osaba negar a Washington la utilización de su territorio para invadir Irak en 2003, y, apoyándose en el sentimiento propalestino del pueblo, comenzaba a marcar distancias con Israel. Era el momento de arreglar cuentas con el pasado, iniciando el deshielo con Armenia y reclamando el parentesco con el Asia de lenguas túrquicas. La nueva Turquía se presentaba, así, como poder estabilizador y de mediación en la zona, de acuerdo con el planteamiento de Davutoglu: "Ningún problema con el vecindario". Pero las revueltas árabes han embarullado ese propósito porque la masacre en Siria y la guerra de Libia obligan a tomar partido contra los aliados de ayer. Turquía ha hecho juegos malabares, aunque a la defensiva, rompiendo con el hasta hace poco íntimo vecino, el sirio Bachar el Asad, y pidiendo a Gadafi que acepte la derrota. Pero lo más negativo para Erdogan sería el regreso de Egipto. Con el país del Nilo bajo una dictadura teledirigida por Washington y Jerusalén, Ankara tenía vía libre para su diplomacia, pero la democratización de El Cairo metería a un segundo gallo en el corral.

La culminación del nuevo Tanzimat debería ser la aprobación de una Constitución que recluyera al Ejército en los cuarteles, pero Erdogan necesitará para ello los escaños del partido nacionalista con los que alcanzar los dos tercios de la Cámara; tarea, sin embargo, nada imposible porque el primer ministro también es nacionalista y los nacionalistas tampoco son laicos. El probable punto final de la reforma sería la coronación presidencial del líder en un sistema, desde luego, presidencialista. Y por ahí rebotan los temores. El sultanismo es un fantasma de la historia turca, y un autoritarismo creciente es perceptible en los modos del gran modernizador. El peligro puede que no sea el islam, sino que Erdogan llegue a creerse un segundo Atatürk.

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