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Columna
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Tiembla Europa

El fantasma de un no en el referéndum sobre el Tratado de Lisboa que se celebrará este jueves en Irlanda provoca escalofríos. Un no haría saltar por los aires los delicados equilibrios que mantienen la maltrecha nave europea a flote, al dejar en una posición muy difícil a un debilitado primer ministro británico, Gordon Brown, que incluso podría verse obligado a convocar un referéndum. Además, daría alas al Gobierno checo, y quizá a otros, para negarse a ratificar lo ya firmado. Por tanto, además de intentar acomodar un eventual no irlandés, algo sumamente complejo de llevar a cabo sin modificar el tratado y reabrir una nueva ronda ratificatoria, los líderes europeos tendrían que intentar contener una reacción en cadena que muy probablemente acabaría rompiendo la Unión Europea en dos.

Se dice que no hay Plan B en caso de un 'no' de Irlanda. El Tratado de Lisboa es el Plan B
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Con razón, nadie quiere enfrentarse a la posibilidad de tener que reconocer que los ingentes esfuerzos empleados en rescatar la malograda Constitución Europea, irremediablemente hundida tras su rechazo en Francia y los Países Bajos en 2005, habrían sido en balde.

La alarma, real según las últimas encuestas, está más que justificada. No hay que olvidar, además, que los irlandeses ya votaron no al Tratado de Niza en 2001, ni tampoco obviar la experiencia de los referendos anteriores, que demuestra que la campaña y el debate público pueden tener un efecto contrario al esperado, debilitando a los partidarios del y movilizando a los indecisos hacia el no. Europa no conecta bien con los ciudadanos, y un referéndum es siempre una magnífica oportunidad para canalizar cualquier tipo de descontento.

Se dice que no hay Plan B en caso de un no, y es cierto: el Tratado de Lisboa es el Plan B. Con él se han intentado acomodar las demandas de los nueve Estados que en 2005 rechazaron el tratado en referéndum o suspendieron los procedimientos de ratificación.

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Los otros 18 Estados que sí ratificaron la Constitución europea han realizado importantes concesiones, algunas de ellas de gran calado político y simbólico, todo ello bajo la promesa de que una Constitución diluida, o light, sería más aceptable para los ciudadanos de estos países. Pero si estos Gobiernos son incapaces de cumplir sus promesas, entonces es evidente que es necesario cambiar las reglas de juego, especialmente la referida a la unanimidad.

El pueblo irlandés, en el ejercicio de su soberanía, ha decidido someter a referéndum todos los tratados europeos. Nada que objetar desde el punto de vista democrático. Los argumentos del no son diversos, reflejo, como siempre, de las idiosincrasias nacionales. Unos claman por la neutralidad; otros intentan vincular el voto a cuestiones morales como el aborto; también están los que se quejan del dumping social de los países del Este o de las supuestas pretensiones de Bruselas de obligar a Irlanda a elevar su reducido impuesto de sociedades. Están incluso los que, como los agricultores, han conseguido arrancar al Gobierno la absurda promesa de que éste vetará un eventual acuerdo de Doha sobre liberalización mundial del comercio, materia que nada tiene que ver con el tratado.

Uno puede estar de acuerdo o no con estas razones, pero lo esencial es que son razones irlandesas, no europeas. Por eso, las declaraciones del presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso ("los ojos de millones de europeos están puestos en Irlanda"), son, aunque bienintencionadas, un error, ya que admiten implícitamente que estamos ante un referéndum europeo. Sin embargo, gracias a la unanimidad, ésa es, con toda crudeza, la realidad de lo que ocurrirá el jueves en Irlanda: que cuatro millones de irlandeses decidirán no por ellos, sino por 500 millones de europeos, vaciando de contenido, en aras de la soberanía nacional, la soberanía de los otros Estados miembros.

Si los irlandeses no quieren este tratado, nadie puede obligarles a aceptarlo. Faltaría más. Pero la cuestión no es ésa. La cuestión es si los irlandeses pueden obligar al resto de los europeos a rechazar un tratado que sí quieren. La unanimidad, tal y como la entendemos en la actualidad, además de ser inaceptable desde el punto de vista democrático, tiene también un enorme coste, ya que hará que la Unión Europea sea incapaz de adaptarse al futuro y de evolucionar, dado que necesitará 27 ratificaciones cada vez que quiera hacer el más mínimo cambio en el tratado.

¿La alternativa? Que el tratado entrara en vigor en los países que así lo desearan, siempre que éstos representaran más de dos tercios o tres cuartos de los Estados y la población de la Unión Europea. Por tanto, aunque un no irlandés sería un desastre a corto plazo, podría tener efectos beneficiosos a largo plazo si ayudara a poner fin a un procedimiento ratificatorio tan absurdo como el que nos mantendrá en vilo el 12 de junio.

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