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Columna
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Tomates y política exterior

Leo los comentarios y análisis sobre la reciente cumbre entre Marruecos y la Unión Europea y me vienen a la cabeza algunas asociaciones curiosas entre tomates y política. Probablemente recuerden la imagen de Paul Wolfowitz, el todopoderoso neocon artífice de la guerra de Irak, mostrando al mundo sus calcetines horadados a la entrada de la mezquita Aya Sofía en Estambul. Aquella foto fue todo un símbolo de las desnudeces argumentales del poder americano en la era Bush frente a la riqueza y sofisticación de una cultura milenaria.

Luego, la siguiente imagen que rememoro es la del líder de la oposición, Mariano Rajoy, dando un mitin en Málaga en diciembre pasado con una mata de tomates en la mano. Con ello pretendía ilustrar cómo la supuesta debilidad del Gobierno ante Marruecos en torno al asunto Haidar iba a tener un importante coste para los productores de tomate españoles vía la apertura de mayores contingentes a la exportación. Esos tomates, como los de Wolfowitz, también mostraban otra clamorosa desnudez, en este caso, la del debate nacional sobre política exterior.

El proteccionismo agrícola ha sido históricamente uno de los motores de nuestro fracaso económico

Por ello, si tienen un minuto, les recomiendo leer los análisis de Gonzalo Escribano e Iván Martín en Presidencia en la sombra, un blog para el debate sobre la presidencia española de la UE creado por algunos de los que todavía creemos con alguna ingenuidad que la política exterior de España se podría beneficiar del intercambio de argumentos basados en datos, y no sólo del lanzamiento de tomates. Allí se cuenta que el nuevo acuerdo agrícola con Marruecos (que nada tiene que ver con el asunto Haidar) supondrá un incremento del 22% de las exportaciones de tomates marroquíes en cuatro años, se alude explícitamente "al arsenal proteccionista diseñado para restringir el acceso al mercado comunitario a las exportaciones agrícolas de Marruecos y otros socios mediterráneos", y se concluye que, de todas las medidas disponibles, España y la UE han escogido aquella que menor impacto va a tener.

Para que se hagan una idea de las inmensas contradicciones entre la retórica que los responsables europeos despliegan cada vez que hablan del Mediterráneo como cuna de la civilización, espacio de encuentro entre culturas, etcétera, y la cruda realidad que se esconde tras todo el ruido de esas cumbres vacías de contenido que la UE gusta de celebrar: la asistencia financiera de la UE a Marruecos para 2011-2013 será de unos 580 millones de euros (unos seis euros por habitante y año), mientras que, por el contrario, si la UE pusiera fin a las restricciones a los productos agrícolas marroquíes, la economía de Marruecos crecería un 1,48%, lo que supondría la creación de unos 90.000 puestos de trabajo.

Las mismas estimaciones proyectan una pérdida del 11% de las ventas de productores europeos a lo largo de cinco años, pero se trata de un escenario que no contempla cómo la apertura comercial incentivaría que los productores españoles invirtieran más en Marruecos de cara a liderar tecnológica y comercialmente las nuevas exportaciones agrícolas marroquíes. En teoría económica, la apertura comercial es siempre beneficiosa, aunque no sea recíproca: es algo que Rajoy, como líder de un partido que presume de ser liberal en lo económico debería saber. Pero es que, además, en el caso concreto de España, el proteccionismo agrícola ha sido históricamente uno de los grandes motores de nuestro fracaso económico y aislamiento internacional por lo que la experiencia y la memoria avalan la liberalización comercial.

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A las consideraciones económicas sobre el acuerdo agrícola con Marruecos se deberían unir, además, algunas valoraciones sobre la inmigración, que también parece preocupar sobremanera al Partido Popular. Para cualquiera que haya pasado por los campos de plástico de Murcia o Almería donde se cultivan los tomates y haya visto a los cientos de jóvenes marroquíes que viven en destartaladas roulottes o casas de labor semiderruidas sin, muchas veces, agua corriente o luz eléctrica, y que luego pasean por los pueblos al atardecer sin nada que hacer ni futuro alguno ante las miradas recelosas de los locales, parece evidente que esos 90.000 puestos de trabajo deberían estar allí, no aquí.

Cierto que una zona de libre cambio con Marruecos no resolvería todos los problemas, pero, bien gestionada, permitiría introducir elementos de condicionalidad política que hasta ahora han estado ausentes o infrautilizados en el acuerdo de asociación con Rabat. Piénsese en lo logrado entre EE UU y México desde que Bush padre (y luego Clinton) tuvieron la valentía de oponerse a las presiones proteccionistas de los productores agrícolas estadounidenses. En el caso de España, la complejidad de la agenda bilateral con Marruecos, que abarca temas tan complejos como inmigración, drogas, terrorismo, derechos humanos, el Sáhara, debería ser un acicate para dejar de mirarnos el ombligo y, por una vez, mirar más allá de nuestros tomates. jitorreblanca@ecfr.eu

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