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Ola de cambio en el mundo árabe | La diplomacia
Columna
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Urge resolver el conflicto israelí-palestino

El filósofo israelí Avishai Margalit, en declaraciones a La Vanguardia del 8 de febrero, señala que "los servicios y fuerzas de seguridad del Estado constituyen la columna vertebral y la última garantía de los autoritarismos árabes", pero olvida mencionar que algo parecido ocurre en Israel, un Estado obsesionado con la seguridad por razones obvias, en el que los servicios secretos y las Fuerzas Armadas ejercen una enorme influencia.

Es tópico muy extendido calificar a Israel de la única democracia de Oriente Próximo, pese a que discrimine a los propios ciudadanos no judíos y en la Cisjordania ocupada mantenga sometida a la población palestina y asediada en la franja de Gaza. No hará falta insistir en que en una democracia todos los ciudadanos deben tener los mismos derechos, sin que religión, lengua o raza puedan establecer apartheid alguno. Si evocamos el ideal republicano de Kant, una democracia se caracterizaría además por convivir en igualdad y libertad con todos los pueblos, sin oprimir a ninguno.

Todos han aplaudido con la boca chica una democratización que en el fondo temen
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Cierto que en determinados sectores han gozado de prestigio sociedades militaristas que, para garantizar la propia seguridad ante los pueblos que han subyugado, se ven obligadas a imponer un estricto control social y una férrea disciplina interna que restringen a mínimos los derechos individuales. El ejemplo más conocido, y filosóficamente más discutido en nuestra tradición cultural, es sin duda Esparta, que en la crisis social del siglo VIII a. C., en vez de fundar nuevas colonias donde colocar a la población sobrante, esta ciudad Estado, que excepcionalmente vivía de espaldas al mar, prefirió conquistar a sus vecinos, los mesenios. Prolongar indefinidamente su superioridad militar obligó a trastocar instituciones y modos de vida, hasta el punto de que sus ciudadanos tuviesen que renunciar a su individualidad, y al congelar con ello su desarrollo cultural, a la postre resultaron víctimas de su afán de dominación.

Aunque no quepa predecir el sesgo que tomarán las actuales revueltas populares en los países árabes, seguro que afectarán a la posición hegemónica de Estados Unidos, la Unión Europea y sobre todo a la de Israel. Así como la caída del muro de Berlín transformó a Europa y con ella al mundo, el hundimiento de dictaduras asentadas en los servicios y fuerzas de seguridad (no es el caso de Libia, hasta ahora la primera gran potencia petrolera en el ojo del huracán) cambiará por completo el norte de África y Oriente Próximo, y con ellos, el mundo entero.

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A pesar del discurso de El Cairo del presidente Obama, Estados Unidos no se ha mostrado muy diligente en el apoyo a las aspiraciones democráticas de la juventud rebelde, capitaneada por las clases medias. Paralizada por los intereses y prejuicios de las dos antiguas metrópolis en la región, la UE ha corroborado una vez más su inexistencia en el escenario internacional. Como no podía ser de otra manera, todos, incluyendo a Israel, han aplaudido con la boca chica una democratización que en el fondo temen por las consecuencias imprevisibles que conlleva. El poderoso apuesta por el statu quo.

Lo verdaderamente grave es que Estados Unidos y sus aliados europeos carezcan de una política alternativa, a la espera de cómo se desarrollen los acontecimientos. Ahora bien, antes que intentar encarrilar de acorde con nuestros intereses los procesos de democratización de los países árabes, que mostrarán sin duda dinámicas muy distintas, urge con la mayor celeridad desactivar el conflicto israelí-palestino, de modo que en un mundo árabe reconstituido no se emponzoñe aún más.

Israel es un Estado que se quiere judío y que cada vez se acerca más a una teocracia, y la mayor amenaza del mundo árabe proviene de que, en Estados todavía por cuajar, a una identidad nacional laica se imponga al final una religiosa islámica. Al tratarse de un choque de religiones, dejado en manos de las partes enfrentadas el conflicto es irresoluble.

El Estado moderno sobre el que se levanta nuestro modelo de democracia es uno secularizado; en Oriente Próximo, en cambio, contienden dos religiones, con lo que difícilmente cabría una solución negociada. Pues bien, antes de que calen más las dos identidades religiosas, es preciso obligar desde fuera a las partes a una solución laica y equitativa con vocación de durar.

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