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Reportaje:

Vergüenza en casa de los Cho

La familia del asesino de la universidad ha huido de su hogar tras manifestar su pesar por los "abominables" crímenes

Yolanda Monge

El cartero dice que nunca entregó nada fuera de lo habitual en la casa de los Cho. "Ni un solo catálogo de armas", explica Rod Wells, disfrutando de sus 15 minutos de fama. Los vecinos dicen que Cho era un chaval callado, que nunca respondía a los saludos de cortesía. Dicen que le conocían poco, que era taciturno y que nunca miraba a los ojos. En Truitt Farm Drive, nadie sabe quiénes eran los amigos de Cho Seung-hui; nadie sabe de sus obras de teatro violentas; nadie conocía su afición a las armas. En realidad, nadie parece conocer al niño que llegó con ocho años junto a sus padres y hermana a Estados Unidos procedente de Corea del Sur.

La hermana, Sun, emitió ayer un comunicado en nombre de la familia en el que pedía disculpas por las "abominables" acciones del asesino. Los Cho afirmaron sentirse "desesperados, vulnerables y perdidos".

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Llegaron a Virginia en busca del sueño americano. Y se han sumido en la tragedia americana. Rastreando "una vida mejor", los Cho eligieron Virginia para establecerse. Trabajaban hora tras hora en una lavandería de Centreville, localidad cercana a Washington. La madre además servía mesas en una cafetería. Parecía que tenían en sus manos la quimera que muchos otros emigrantes buscan en EE UU: dar a sus hijos una buena educación, que no pasaran las penalidades que ellos pasaron en su tierra. Quince años después de pisar la tierra de las oportunidades, la hija mayor de los Cho es licenciada por Princeton -una de las más prestigiosas y costosas universidades de EE UU- y hoy trabaja en el Departamento de Estado.

Y de repente, el desengaño. La constatación de la quiebra de la utopía. Ninguna ventana abierta. Todas las cortinas echadas. Una casa precintada. Un total de 404.510 dólares invertidos en una casa, en un hogar, que no saben si algún día volverán a recuperar. "No están y puede que no vuelvan nunca", ataja el policía que, decide que nadie más puede estar en la acera. El agente confirma que los Cho están bajo protección policial, recomendada por el FBI. Nadie sabe dónde se encuentran.

Una buena familia, dicen los vecinos. Educada, sonriente. Una buena familia que vivía tranquila en una calle tranquila en la que nunca pasaba nada. Hasta que el menor de sus hijos decidió pasar a la historia del horror y el 16 de abril asesinar a tiros a 32 personas en el centro educativo de Virginia Tech.

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No le conocían los vecinos, pero tampoco le reconocen en la indumentaria que eligió para despedirse del mundo. Para los más viejos del lugar, las fotos emitidas por la cadena NBC -enviadas por el mismo asesino para ser vistas cuando él ya descansaba en su tumba, con la cara destrozada tras el disparo suicida con el que dejó de respirar- les retrotrae a la inquietante instantánea de Lee Harvey Oswald sosteniendo un rifle, un retrato del asesino que circuló poco después de la muerte a tiros del presidente John F. Kennedy en 1963.

Cuando la realidad duele tanto, la huida hacia la ficción es casi inevitable. Las primeras imágenes de Cho ofrecidas por la televisión, nada más conocerse su identidad, mostraban un rostro manso, sereno, un ser anónimo del que sólo se sabía el nombre y la edad. La transformación sufrida por el estudiante de inglés, ataviado con ropa de combate, con mirada salvaje, apuntando sus armas hacia la cámara que él mismo situó para tener su mejor plano, evocan el dramático cambio sufrido por Robert de Niro en su papel en Taxi Driver en 1976. El personaje Travis Bickle enloqueció contra la corrupción moral del mundo como parece que lo hizo Cho. De Niro utiliza en un plano final sus dedos ensangrentados para dispararse ficticia-mente en la cabeza. Cho lo hace con una de las pistolas que utilizó en su venganza contra la humanidad.

Siempre parecía enfadado. David Schott, quien se graduó en 2003 en el mismo instituto que lo hizo Cho, el Westfield High de Centreville, asegura que los chicos intentaban acercarse a él pero que éste siempre se mostraba huidizo. "Las pocas veces que hablaba, lo hacía tan bajito y para sí mismo que era imposible entenderle", dice Schott. Otro estudiante del instituto recuerda: "No le oí más de 50 palabras, todas en respuestas a preguntas en clase", relata John Dantonio.

"Vosotros me habéis empujado a hacer esto" fue la excusa de Cho, de 23 años, para cometer 32 asesinatos a sangre fría y dejar casi el mismo número de heridos, uno de ellos en estado grave. Con tendencias suicidas, el joven surcoreano tuvo más fácil comprar dos pistolas semiautomáticas que una caja de pastillas para tratar su mal, cualquiera que fuera. Para las píldoras Cho hubiera necesitado la receta de un médico. Para las armas le valió con una tarjeta de crédito, un carné de identidad y una chequera que confirmara su nombre y dirección.

Al día siguiente de la masacre, las banderas ondeaban a media asta en la sede virginiana de la poderosa Asociación Nacional del Rifle. Algún demócrata reclamó un mayor control sobre las armas. Pero la gran mayoría de los políticos obviaron el espinoso debate. Al fin y al cabo, una legislación restrictiva sobre armamento puso ser la causa por la que el Partido Demócrata perdió la Cámara en 1994 y la presidencia en 2000. El 2008 está a la vuelta de la esquina. Con 32 cadáveres recién entregados a las familias, el debate en EE UU no se centra en el control de las armas. Si no en la seguridad en los campus.

Seis de las fotografías que Cho Seung-hui envió a la cadena de televisión NBC.
Seis de las fotografías que Cho Seung-hui envió a la cadena de televisión NBC.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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