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Una noche con los invasores de la finca Sheppard Hall

Ramón Lobo

Por la mañana, tras una noche sin dormir, los veteranos de Smart se suben a dos tractores prestados por la granja Rumani. "Vamos a ocupar hoy Sheppard Hall", afirma Smart, líder local de las juventudes de Mugabe. Los invasores disponen de una lista de las granjas y de un plan para ocuparlas paulatinamente. Smart posee un conocimiento preciso del terreno: guía a sus hombres armados con varas y machetes de labranza por un laberinto de carreteras pedregosas. Conoce el tipo de cultivos y el tamaño de la hacienda. Tras diez kilómetros en tractor llegamos a una explanada con casas de los trabajadores. Los hombres de Smart saltan de las plataformas de los dos tractores agitando sus palos, dando vivas al camarada-presidente y entonando alguna canción guerrera.

Los varones de Sheppard Hall se desperezan del sueño y se asoman semidesnudos. La mayoría opta por enfundarse una camiseta raída y unirse entusiasta a la pandilla. En el rostro de una mujer se dibuja el miedo: ojos muy abiertos y la boca entreabierta. Tras unos segundos de duda levanta el puño y repite las proclamas del ZANU-PF.

No es el único caso. Los niños vuelan de un lado a otro sin saber bien en qué falda agazaparse. La mujer del rostro asustado aprovecha el tumulto para deslizarse dentro de su casa y esconderse. La comitiva se pone en marcha hacia otro grupo de casas de trabajadores.

En esta película buñueliana en la que se está transformado Zimbabue, el propietario de Sheppard Hall, Staunton Rodgers, se cruza en la pista de arena rojiza con la comitiva mientras se ejercita en su footing mañanero. Saunton no saluda al grupo ni parece asustado, pero mira sorprendido a la algarabía cancionera de los veteranos.

Ofrecer tierras

"Los dueños nos invitan a ir a sus fincas y nos ofrecen tierras", dice Smart. "Muchos de ellos aconsejan incluso a sus trabajadores que se unan a nosotros". Cuatro mujeres del segundo grupo de casas en Sheppard Hall sostienen que el dueño de la granja les paga bien y que es un buen hombre. Nadie ha oído a hablar por estos pagos de la oposición ni de su líder, Tsvangirai. Es una marca prohibida.

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El día anterior, mientras negociábamos vivir la noche con el grupo de veteranos de Rumani, Smart descubrió en el interior del coche, entre un papeleo de diarios prorrégimen, una copia descolorida del manifiesto electoral del MCD.

Un error garrafal del chófer. A Smart se le transformó la faz en un santiamén. Frunció el ceño, torció la boca y elevó la voz como un trueno. La tensión resultaba palpable. Algunos de sus hombres se arremolinaron en torno a ese ejemplar del maligno chasqueando la lengua. Smart preguntó a gritos a quién pertenecía ese manifiesto. Un apellido garabateado con mala letra en la solapilla fue la salvación: ninguno de nosotros tenía el mismo.

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