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Columna
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Zanahorias de oro

En el argot de la política exterior se recurre frecuentemente a la distinción entre palos y zanahorias para describir dos maneras diferentes, aunque no necesariamente excluyentes, de condicionar las acciones de los vecinos. No es que la categorización sea muy afortunada (la visión del vecino como un burro al que apalear si no se comporta no parece muy diplomática), pero es útil para discutir el carácter y eficacia de una determinada política exterior.

Así, mientras Washington es responsable del 50% del gasto mundial en defensa, lo que indica un cierto gusto por los instrumentos coercitivos (los palos), la Unión Europea gusta de concebir su política exterior como un escaparate lleno de zanahorias (comercio, inversiones, ayuda al desarrollo, visados, etcétera). La Unión Europea dispone, además, de un poderosísimo instrumento de política exterior: la promesa de adhesión. Con el incentivo de la incorporación, países tan distantes y distintos como Lituania o Grecia, España o Polonia han dejado atrás sus diferencias internas y han puesto en marcha costosísimas reformas, aceptando tal cual y sin rechistar miles de páginas de legislación comunitaria. Con razón, la promesa de adhesión ha sido unánimemente considerada como la zanahoria de oro.

Como se sabe, sin embargo, la ampliación, que durante mucho tiempo fue el buque insignia de la armada europea, hoy es un submarino inerte que reposa a cientos de kilómetros de profundidad. La incapacidad de los miembros de la UE de acordar las reformas institucionales que permitan a una unión de 27 miembros funcionar eficazmente, junto con el muy decepcionante resultado de la última ampliación a Rumania y Bulgaria, han llevado a una situación de pesimismo entre élites y opinión pública europea generalmente descrita como fatiga de ampliación.

En estas circunstancias, la UE enfrenta desde hace algún tiempo un doble problema: por un lado, tiene que encontrar tanto la manera de honrar los compromisos de ampliación existentes con países como Croacia y Turquía como la de hacer creíble el futuro europeo de Serbia, Montenegro, Macedonia, Albania o Bosnia-Herzegovina. Por otro, ha tenido que inventarse, para aquellos que no pueden o no quieren ser miembros, una política de vecindad que, a pesar de carecer del incentivo de la adhesión, logre que la UE esté rodeada de países estables, prósperos y bien gobernados.

Hasta la fecha, el éxito de esta política de vecindad ha sido muy moderado, lo que ha llevado a un continuo trasiego de propuestas sobre cómo reforzarla. En su momento, el presidente Sarkozy lanzó la Unión por el Mediterráneo. Ahora, por iniciativa conjunta sueco-polaca, se ha lanzado el partenariado oriental, que pretende reforzar las relaciones de la UE con Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, Armenia, Georgia y Azerbaiyán, ofreciendo nuevos y más profundos niveles de liberalización comercial, asistencia técnica para las reformas políticas y económicas y mejoras en el régimen de visados. Una vez más, sin embargo, se engloba bajo una misma política a países absolutamente distintos entre sí: al igual que la Unión por el Mediterráneo tiene que sobrevivir a las disparidades entre los vecinos del sur, lo mismo ocurre aquí entre una Bielorrusia hipnotizada por Moscú, una Ucrania enormemente inestable, una Georgia que quiere jugar a David contra Goliat o un Azerbaiyán completamente indiferente ante los valores europeos, pero con suficientes reservas de gas como para hacernos mirar hacia otro lado.

Mientras la UE siga titubeando en sus compromisos de adhesión o fracasando a la hora de poner en marcha una política de vecindad exitosa, los vecinos europeos demandarán con más énfasis una zanahoria de oro alternativa: la adhesión a la OTAN. Así, el año que viene, coincidiendo con el 60º aniversario de su fundación, la Alianza Atlántica invitará a su seno a Albania, Croacia y a Macedonia (si Grecia levanta el veto al ingreso de esta última). Al mismo tiempo, tal y como ha acordado el Consejo Atlántico esta semana pasada, seguirá preparando a Ucrania y Georgia para una futura adhesión (aunque sin fecha), lo que está generando todo tipo de tensiones internas dentro de la Alianza.

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Con razón, muchos europeos temen que este proceso de extensión de la OTAN polarizará aún más las relaciones con Rusia. Sin embargo, es tan fácil entender el deseo de estos países de adherirse a la OTAN como difícil encontrar argumentos para oponerse. Es evidente que esta Rusia, tan amiga de amenazas y bravuconadas, no puede dictar quién puede ser o no miembro de la OTAN, ni la OTAN aceptar esferas de influencia o regímenes de soberanía limitada. Otra cosa es que si la Unión Europea funcionara como es debido, sería capaz de decirle a Estados Unidos: gracias por la oferta, pero de esto nos encargamos nosotros. Pero una vez más, a menos que los europeos se pongan de acuerdo y sean capaces de asumir el liderazgo en las relaciones con Rusia, Estados Unidos tomará las decisiones y Europa gestionará las consecuencias.

jitorreblanca@ecfr.eu

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