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Cita decisiva en Bruselas
Columna
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Se acabó el chantaje

Xavier Vidal-Folch

Ha muerto una Europa y otra ha empezado a nacer. La cumbre ha alumbrado al fin un gran proyecto -aunque aún incompleto- de unión económica que complete la monetaria iniciada con la creación del euro en 1999. Se jugaba la supervivencia de la moneda única, quizá la del mercado interior e incluso la de la propia Unión. Pero ha tenido que prescindir de lastre, de quien se negaba a dar el paso, Reino Unido, por intereses nacionalistas, gallináceos o fundamentalistas.

Contra lo que pueda parecer, no surge una UE más fracturada, porque las fracturas ya estaban, pero siempre se aplazaba su sutura. No nace una Unión con menos miembros, porque los 27 seguirán siendo 27. Pero albergarán dentro una eurozona ampliada más articulada, una Unión premium, con voluntad expresa de emprender no solo su "integración presupuestaria", sino también de trazar una "política económica común". Palabras mayores.

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Se inaugura así la doble velocidad formal, que permitirá sortear el chantaje del veto de un solo socio, posibilitado por la persistencia del voto por unanimidad, esa reliquia. Lo que conducía a la parálisis. Como por ejemplo, ante la necesidad de avanzar hacia una unión económica que comportara mayor regulación financiera y bancaria, una convergencia impositiva (al menos en sociedades y con la tasa Tobin) y la desaparición de estatutos privilegiados.

Hay que dar la bienvenida a esa doble velocidad, porque la velocidad única que teníamos no era velocidad, era arrastrarse siempre al ritmo lento del socio más indolente o insolidario. Ahora habrá un "grupo de vanguardia" (como evocaba Jacques Delors), nutridísimo, quizá de 26 socios. Un "núcleo duro", como por vez primera propusieron, el 1 de septiembre de 1994, los demócrata-cristianos alemanes Karl Lammers y Wolfgang Schäuble en un sonado documento (Reflexiones sobre la política europea). Deseaban entonces que las distintas velocidades no implicaran "el abandono de la esperanza de que Gran Bretaña asumirá su papel en el corazón de Europa ya sí en su núcleo". Vana esperanza.

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Esas fórmulas abrieron paso a incluir en el Tratado las "cooperaciones reforzadas" y las "cooperaciones estructuradas", como la prevista para la eurozona en el artículo 136. Y eso no desemboca necesariamente en una "Europa a la carta", más desordenada, con capas impermeables de miembros siempre condenados a no promocionar de categoría. Para evitarlo conviene recordar que esas cooperaciones exigen el respeto al acervo jurídico comunitario y a la autoridad de las instituciones comunes. Serán asociaciones más estrechas, pero deberán quedar siempre abiertas a la incorporación de los restantes socios.

La luz verde al nuevo Tratado certifica el segundo funeral de la EFTA, que parecía haberse infiltrado en (e infectado a) la Unión. La EFTA era la asociación de libre comercio que promovió en 1959 Reino Unido para competir contra la Comunidad Económica Europea creada por el Tratado de Roma en 1957. La alternativa de una zona de mero librecambio sin articulaciones económicas superiores murió por deserción, al ingresar algunos de sus socios más relevantes (Austria, Finlandia, Suecia) en la UE en la ampliación "nórdica" de 1995. Quedó en un Espacio Económico Europeo que ha servido como sala de espera y aprendizaje para los candidatos aún inmaduros. Pero si la EFTA-institución quedó arrumbada, no así su filosofía, que Londres impulsa aún, apoyando con ímpetu cualquier ampliación, porque así era más fácil diluir la cohesión interna del club, y ejerciendo un -casi siempre sofisticado- filibusterismo institucional.

Todas las ampliaciones (al oeste, al sur, al norte y al este) fueron precedidas o inmediatamente seguidas de una profundización, a través de una reforma del Tratado, para que no chirriasen las costuras de la asociación, inicialmente pensada para seis socios y hoy casi quintuplicada. Pero la escasa vivacidad de los avances europeos desde la vigencia del último gran texto, el de Lisboa, demuestra que este estaba incompleto (sobre todo en lo económico, con cambios menores desde Maastricht) y era poco funcional para permitir decisiones ágiles a un grupo de 27 Gobiernos.

Con la de ahora, las grandes mutaciones hacia la unificación económica se han producido cada 20 años. En 1970, el Informe Werner abrió paso a una coordinación que culminó en el Sistema Monetario Europeo (la segunda serpiente) de 1979. En 1991, el Tratado de Maastricht diseñó la moneda única, creada en 1999. En 2011, nos azoraban con una unión fiscal limitada a vigilar la disciplina presupuestaria, y se han puesto las bases de un compromiso más amplio de integración económica.

El paradigma anterior exigía mantener a todos en el mismo barco a cualquier precio. Ganaba así el chantajista. Con Margaret Thatcher y John Major, pero también con Tony Blair y Gordon Brown, aunque menos, en caso de conflicto el problema lo tenía Europa. Ahora el drama es para Reino Unido. Si hay niebla en el canal de la Mancha, no es que "El continente está aislado", como rezaba un legendario titular periodístico: las marginadas son las islas. Y si perdemos un poco de Gran Bretaña, ganamos a cambio un mucho de Polonia, la revelación europeísta de la temporada.

Con la experiencia de medio siglo largo, la renovada Unión debe plantearse la eliminación del requisito de unanimidad. No ya por furor europeísta, sino por pragmatismo. Desde que se liberalizaron los movimientos de capitales en los años ochenta y se generó la globalización, mercados y agentes financieros toman sus decisiones casi al nanosegundo. Mientras que Gobiernos e instituciones forcejean durante meses para conseguir redactar un reglamento que, una vez impreso, requiere al instante ser modificado. Las decisiones por mayoría cualificada deben ser la norma, también por ser más rápidas. Es la única manera de adaptarse a la velocidad de los mercados e intentar encauzarlos. La vía para superar la única dualidad de velocidades que de verdad debe preocuparnos: la del dinero y la de la democracia.

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