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Ola de cambio en el mundo árabe | Revuelta popular en Libia
Columna
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La agonía de una tiranía

Sami Naïr

A día de hoy hablamos de varios miles de muertos o heridos en Libia. La Cirenaica está en manos de los insurgentes. Es donde vive la principal tribu del país (1,5 millones de miembros), repartida entre Bengasi, Tobruk y las pequeñas poblaciones del desierto. Es también la región más rica desde el punto de vista económico (alberga los principales campos de petróleo) y la más desarrollada culturalmente (por la proximidad con Egipto). Y, por último, es donde se ejerce el control de los puertos y de una parte importante del comercio con el extranjero. Los bengasíes pueden asfixiar económicamente al país, teniendo en cuenta que la insurrección afecta ahora a todo el territorio. La Tripolitana está también en llamas, y es ahí donde el dictador se ha refugiado. Los egipcios ya están organizando una verdadera cadena de la solidaridad con sus vecinos y hermanos, puesto que más de 1,5 millones de ellos viven en Libia.

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Desde que empezó la revolución tunecina, cuya ola no parece que vaya a detenerse, sobre todo desde que Egipto pasó al campo de la democracia, el destino de la Libia de Gadafi estaba trazado. Tarde o temprano, él también tenía que caer. Ahora es el poderoso Egipto el que se ha convertido en un ejemplo para todos los países árabes.

Por supuesto, Gadafi prefiere el baño de sangre que dimitir. Es una locura. Pero todo su sistema es una locura, una verdadera aberración mundial. Más allá de las extravagancias relacionadas con el desequilibrio psicológico de Gadafi (padece una peligrosa perversión megalómana y narcisista), podemos definirlo como una tiranía política basada en un reparto económico clientelista. El Estado feudal heredado del rey Idriss fue totalmente destruido. Fue sustituido por la organización llamada yamahiriya (república) de los consejos populares, es decir, una pseudoasamblea constituyente permanente que supuestamente representa la democracia directa en relación con el líder carismático, Muamar el Gadafi, presentado como la personificación consumada de ese poder directo. En definitiva, la voz y el brazo del poder del pueblo.

En realidad, el poder es de otra naturaleza. Se trata de una vulgar dictadura policial, dirigida por Gadafi, cuyo objetivo, al destruir las estructuras del Estado, es impedir que los ciudadanos se organicen y se expresen por las vías legítimas, y como consecuencia permitir que el dictador ejerza una suerte de tiranía absoluta. El medio para ejercerla, más allá de la policía represiva, es el control de los recursos financieros relacionados con el petróleo y su reparto clientelista entre todas las tribus del país, a cambio del cual obtiene su apoyo político.

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Este modo de gestión de las tribus ha funcionado durante 40 años, pero no sin crisis ni conflictos internos. Sin embargo, hace 10 años que la manzana está podrida: el tema de la sucesión del Jefe, debilitado por su enfermedad psicológica, estaba planteado. Las élites libias se encuentran de algún modo en la misma situación que las élites tunecinas entre 1980 y 1987, cuando la senilidad de Burguiba convertía el país en prácticamente ingobernable.

En Libia, aunque la naturaleza del personaje y la enfermedad sean diferentes, el tema del futuro está ahora abierto: los libios deberán afrontar a la vez varios problemas de gravedad. Si Gadafi no es eliminado físicamente, no se resignará. O bien comprará un refugio dorado en un país africano o en otra parte, o bien organizará, en el sur, un ejército de terroristas mercenarios: tiene dinero para hacerlo. Los insurgentes libios deberán evitar a toda costa que el país se divida. Deberán construir rápidamente unas instituciones de base para crear el Estado democrático. Por último, se está planteando y se planteará aún más en el futuro el tema del papel del Ejército. La represión actual la han dirigido esencialmente milicias subsaharianas generosamente remuneradas. Si el Ejército se pone al lado del pueblo, deberá neutralizar esas milicias lo más rápidamente posible para impedir que pongan en práctica la política de tierra quemada, como desgraciadamente ha ocurrido en Túnez.

Al pueblo libio tal vez no le ha llegado aún lo peor. Y por ello la solidaridad internacional debe organizarse rápidamente. Hay que poner en cuarentena a los representantes de Libia que no condenan la represión ciega, declarar a Gadafi culpable de crímenes contra la Humanidad y lanzar contra él una orden de captura para llevarlo ante el Tribunal Penal Internacional.

Por último, la Unión Europea debería actuar para que el Consejo de Seguridad de la ONU no se limite solo a condenar la represión, sino que organice muy rápidamente el envío de fuerzas internacionales de la ONU para proteger a los civiles libios, como hizo en el pasado en Sierra Leona o en otros países de África.

Traducción de M. Sampons.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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