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Catástrofe en el Pacífico
Columna
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Más allá del drama

Aunque todavía no se conozca el número de víctimas del tsunami del 11 de marzo -sin duda mucho más considerable de lo que nos imaginábamos- ni la gravedad real de las fugas radiactivas de la central de Fukushima, habrá un antes y un después del cataclismo de Japón. La crisis nuclear desencadenada a partir de esta central puede afectar al resto del mundo en un tema clave: la energía.

Aunque estos siguen siendo momentos para la tristeza, la compasión y la solidaridad con los japoneses, también tenemos que intentar ver más allá del drama.

Primera observación: Japón es una gran potencia. Pero, ante una secuencia de acontecimientos de tal envergadura, esta noción es hoy muy relativa. Aunque no había en el mundo ningún país ni ninguna población mejor preparados para la catástrofe, esta ha dado un giro dramático e imprevisto. ¿Quién iba a pensar que veríamos a miles de supervivientes privados de agua, víveres o medicamentos? Una vez más, queda demostrado que las economías superdesarrolladas como las nuestras son al mismo tiempo extremadamente frágiles. La máquina puede atascarse en cualquier momento.

Nadie puede pretender implementar una energía de riesgo cero. El riesgo siempre existirá
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Segunda observación -para aquellas y aquellos que persisten en no creer en la mundialización o en querer protegerse de ella-: acabamos de tener la mayor prueba posible de la interdependencia en la que vivimos actualmente. Una interdependencia que nos irá obligando a dar nuevos pasos hacia la creación de instituciones con vocación planetaria que sienten las bases de un mínimo gobierno mundial, aunque esta expresión pueda parecer completamente utópica. En efecto, la catástrofe nipona ha venido seguida de una especulación sobre el yen, vinculada a su vez a la especulación de los mercados sobre las perspectivas de reconstrucción, que requerirán una inmensa liquidez. Al mismo tiempo, la crisis nuclear conduce inmediatamente a un encarecimiento del precio del petróleo que repercute automáticamente en todas las economías del planeta. Y podríamos citar otros muchos ejemplos. Del mismo modo que de la crisis financiera nació el G-20, que hizo posible una gestión mundial de esta, la catástrofe japonesa y la espectacular subida del yen han dado pie a una reunión urgente y nocturna del G-7, que inmediatamente ha prestado su apoyo a Japón y a su banco central, lo que ha permitido una subida de la Bolsa de Tokio y una bajada del yen. En todo caso, podemos felicitarnos por el hecho de que, hoy por hoy, cada vez que se presenta una crisis, se articule una respuesta coordinada y solidaria.

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Tercera observación: el papel y la importancia de la energía nuclear se están cuestionando en todas partes, pero es probable que el necesario debate que debe iniciarse sobre este tema conduzca a una mayor transparencia y seguridad, y no a un retroceso del consumo de energía nuclear.

El debate es a la vez inevitable y legítimo. Primero porque nadie puede pretender implementar una energía de riesgo cero. El riesgo siempre existirá: la prueba la tenemos en Fukushima. Además -y, como han revelado los acontecimientos de Japón, esta es la paradoja de la energía nuclear- esta energía, que requiere el concurso de unas tecnologías muy sofisticadas que necesitan una vigilancia permanente, depende al mismo tiempo de procesos elementales y de una gran simplicidad aparente, así como de una gran fragilidad. Para funcionar, una central nuclear tiene que ser refrigerada constantemente con agua. Y en Fukushima ha sido la avería de los circuitos eléctricos convencionales, que permiten bombear el agua, lo que nos ha colocado al borde de la catástrofe. En Francia, que tiene más centrales que Japón, el enfriamiento del parque nuclear requiere una cantidad de agua equivalente a la mitad del consumo anual de la población.

La catástrofe japonesa ha cogido a todo el mundo a contrapié. El mundo se había hecho a la idea de que el cambio climático imponía a cada cual la necesidad de limitar su consumo de CO

2. El mundo vivía también en la idea de que los recursos petrolíferos no eran eternos y de que había que desarrollar energías alternativas, sobre todo teniendo en cuenta que el crecimiento de los países emergentes implica que las necesidades de energía sean cada año más considerables. Así, la víspera del 11 de marzo, las previsiones para los 15 o 20 próximos años eran un aumento del parque nuclear mundial, que hoy se cifra en 440 centrales, en un tercio. Ahora, todo el mundo está más o menos obligado, si no a decretar una pausa (como Alemania o, lo que es más sorprendente, China), al menos a satisfacer la demanda de la opinión pública para que se verifique que se tomarán más precauciones y que habrá una transparencia real garantizada por organismos independientes. Al mismo tiempo, el desarrollo de las energías renovables debería acelerarse. Pero hay que saber que nosotros mismos y las generaciones futuras estamos llamados a vivir bajo el volcán...

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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