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Columna
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El amor a los sesenta

Monumental enfado en los Estados miembros por el acuerdo que Sarkozy y Merkel sellaron, sin contar con nadie, en Deauville la semana pasada para reformar el recién aprobado Tratado de Lisboa. Inquietud también en las instituciones europeas por el ninguneo al que han sido sometidas. Como viene siendo costumbre, la Comisión Europea no ha sido consultada en un asunto estratégico. En cuanto al Parlamento, París y Berlín parecen dar por hecho que los europarlamentarios votarán como corderitos lo que sus capitales finalmente les indiquen. Cómo habrá sido la cosa, que el presidente del Consejo, Van Rompuy, teóricamente a la cabeza de la reforma de la gobernanza económica en la UE, se ha quedado completamente fuera de juego. E incluso el presidente del Banco Central Europeo ha hecho constar por escrito su desacuerdo con el contenido del pacto. Si el eje franco-alemán no funciona, mal, y si funciona, ¿peor aún?

La entente de Francia y Alemania ha traído paz y estabilidad a Europa

La sorpresa ha sido completa, pues nadie daba un duro por la pareja Sarkozy-Merkel. "Los alemanes no han cambiado nada", se le escapó a un Sarkozy sulfurado por la falta de flexibilidad de Alemania a la hora de convalidar el paquete de rescate financiero que permitió a la UE salvar el euro en mayo de este año. Y por parte de Alemania, la irritación con una Francia que no recuerda un superávit fiscal no era tampoco menor. Hete aquí la extraña pareja, cada uno tirando en dirección contraria: a un lado el extrovertido Nicolas, que se endeudaba aún más para salir de la crisis, y, al otro, la siempre contenida Angela, que no solo apuraba el recorte hasta el último euro, sino que aprobaba una reforma constitucional que prohibiera el déficit. Una pareja imposible para dos países que más bien parecen uno el reverso exacto del otro. La Francia centralista casada con la Alemania federal. Una inventora del mercantilismo, otra del crecimiento basado en exportaciones. Una estatista e intervencionista y la otra gobernada por acuerdos entre empresarios y sindicatos. Una nuclear, la otra pacifista. Y ahí siguen 60 años después de la Declaración Schuman, codo con codo.

La entente franco-alemana ha traído la paz, la estabilidad y la prosperidad a Europa. Es difícil pensar en ninguna otra enemistad entre Estados que, partiendo de un enfrentamiento tan profundo, se haya transformado tan radicalmente. Pero tampoco se puede ignorar que sus firmantes han aprovechado al máximo cada pequeña oportunidad para salvaguardar sus intereses estratégicos, aunque sea a costa de todos los demás miembros de la UE. ¿Cuál es la lógica subyacente a este último acuerdo? Merkel estaría buscando una reforma del tratado para blindar el mecanismo de rescate financiero frente a su Tribunal Constitucional, que se ha erigido en feroz guardián de las esencias de la democracia alemana ante lo que, contra toda evidencia empírica, percibe como una deriva federalizante de la UE. Y Sarkozy quiere desactivar un mecanismo de sanciones automático como el que proponía Merkel, incluyendo la suspensión del derecho de voto a los Estados fiscalmente rebeldes. Todo ello a sabiendas de que, mediante un sistema basado en el voto, Francia siempre podrá negociar librarse de las sanciones. Como hemos podido comprobar con motivo de la deportación de los gitanos en Francia, a la hora de ser sancionados, hay algunos Estados que son más iguales que otros. Ya ocurrió en 2003, cuando Francia encandiló a Alemania (que también se veía ante la tesitura de ser sancionada por déficit excesivo) para cambiar las normas del pacto de estabilidad y evitar que se la sancionara, lo que en la práctica significó el acta de defunción del susodicho pacto.

Ahora estamos ante una situación parecida, pero con un envite mucho más grande: después de los ocho años que costó negociar y ratificar el Tratado de Lisboa, hacer pasar a los Veintisiete por un proceso de ratificación que incluya los Parlamentos nacionales, referendos populares y dictámenes de los tribunales constitucionales nacionales, todo ello en un momento de crisis económica y con gran enfado ciudadano, es más que jugar a la ruleta rusa: es apostar por el suicidio institucional de la UE. Bien está que la pareja se arregle, pero cuidado con dejarse llevar por las emociones. La vieja Europa no está para trotes constitucionales.

jitorreblanca@ecfr.eu

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