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Columna
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El año que se llamó Obama

El presidente norteamericano, Barack Obama, inauguró su mandato en enero pasado rodeado de las mayores expectativas universales que se recuerdan desde Franklin D. Roosevelt en 1932, cuando la Gran Depresión, y acaba 2009 con cifras menos que modestas de apoyo popular. El zigzag de la gráfica tiene explicaciones coyunturales: el alivio por librarse de su antecesor, George Bush, y la necesidad de creer en alguien que saque a Estados Unidos -y el mundo- de la crisis, explican el súbito ascenso de la confianza tanto como su rápida caída al tener que enfrentarse el taumaturgo involuntario con la cruda realidad. Pero hay también razones estructurales que ningún presidente podía eludir.

El actual presidente de EE UU aspira a desarrollar una política viable y eficaz sin aventuras exteriores

El mundo vive, como escribió Samuel Huntington, en situación de uni-multipolaridad, o de hegemonía negativa, en la que Washington, aun siendo indiscutible primus inter pares y ocupando la cima de la pirámide, ve cómo en el siguiente escalón se instala una multipolaridad competidora. Bush enfocaba, sin embargo, los problemas de su presidencia -guerras de Afganistán e Irak, el conflicto con Irán, la disputa árabe-israelí, la persecución y bombardeo de la zona fronteriza de Pakistán en busca del architerrorista Bin Laden- como si la unipolaridad absoluta, que muchos creyeron consecuencia inevitable del fin de la URSS, fuera algo adquirido y duradero. Las sucesivas intervenciones, destartaladas, sin plan B, ni previsión para el día después, estaban guiadas por ese convencimiento: el hiperpoder, como lo bautizó el ministro de Exteriores francés Hubert Vedrine, podía hacer lo que le viniera en gana. El politólogo indonorteamericano Fareed Zakaria ha llamado a ese despliegue de arrogancia "la burbuja engreída de Washington".

Obama se expresa como si asumiera esa unipolaridad gravemente defectuosa o multipolaridad en ciernes por la escalada de China, Brasil y otras potencias emergentes, pero practica una versión, cierto que corregida y mejorada, de lo que hacía su antecesor, muy por debajo, sin embargo, de lo que prometía. Y ante el haz de conflictos heredados, el presidente número 44 ha optado por jugar una serie de partidas simultáneas, como si temiera que dejando algún tablero vacío se le fuera a hacer demasiado tarde. La partida de fondo, la lucha contra la crisis, marcha sólo regular con cifras de paro siempre altas, y eso infecta a la opinión en contra de toda una presidencia que ha obtenido, sin embargo, logros modestos pero significativos como el pacto con China sobre el cambio climático; el próximo acuerdo con Rusia para la eliminación de una parte de sus missiles nucleares; o la probable creación de una red de seguridad social que, al excluir la llamada opción pública, no satisface a sus mejores partidarios ni apacigua a sus detractores, pero no por ello será menos un hito en el paraíso de la iniciativa privada; más grave es sumergirse en un impasse como la guerra de Afganistán-Pakistán, donde no se sabe si se propone la victoria enviando más tropas, pero para hacerlo más aceptable a la opinión le adjunta un plan de retirada, o si enmascara la retirada con el aumento de efectivos para que los ultras se calmen; y, finalmente, no falta donde parece haber tirado la toalla, al aceptar de buen grado que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ignore olímpicamente sus insistentes ruegos para reanudar las conversaciones de paz con la Autoridad Palestina.

Estados Unidos es un imperio en declive pero no en descenso; hoy no es menos que hace unas décadas; su proporción del PIB mundial se mantiene en torno al 22% o 23%, y su Ejército derrotaría al resto del mundo coligado; son los demás que emergen. Si la polaridad está pasando de uni a multi, si su hegemonía es esencialmente negativa, es porque la opinión lo querría todo gratis: una pax americana sin derramamiento de sangre propia. Estados Unidos, como anteriormente otros imperios, Inglaterra o la corona de Castilla, no se ha especializado en la comprensión del mundo, sus políticos no hablan lenguas, ni creen necesario comprender otras realidades, pero esa ignorancia, con la globalización y el desarrollo de los medios de conocimiento, tiene hoy mucho más delito que en el siglo XVI. Obama es diferente, comprende todo eso, y aspira a desarrollar una política viable y eficaz sin exánimes aventuras exteriores; un Irán sin armas nucleares, pero tratado equitativamente; una paz digna en Palestina; y un reajuste de la economía que evite descarrilamientos criminales. Pero, como exclamaban los estudiantes revoltosos de mayo del 68 en París, ser realista es hoy pedir lo imposible.

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