_
_
_
_
_
La guerra en Afganistán
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La apuesta de Obama

En su discurso sobre el estado de la Unión, Barack Obama pintaba el vacío, como hacía Velázquez, para dibujar la política norteamericana en Afganistán. Compraba el surge que le urgía el Ejército, con el envío de 30.000 hombres para iniciar una nueva fase de la guerra hacia una victoria que no fuera exclusivamente militar, pero lo acompañaba con el anuncio de que la retirada comenzaría en 2011, aunque sin fecha límite. Ambas declaraciones podían tanto contradecirse como complementarse. La Operación Moshtarak (Unidos) en la provincia de Helmand, que integran fuerzas norteamericanas y británicas, es el estreno mundial de la primera de ambas estrategias: negar territorio al enemigo; instalar un contingente de auxiliares afganos; estipendiar insurgentes para que dejen las armas; y probar a la población que está mejor bajo la protección occidental que con los talibanes. Y la siguiente área a prueba será Kandahar, la segunda ciudad afgana, donde más fuerte es la insurgencia.

En su discurso sobre el estado de la Unión, pintó el vacío para dibujar su política en Afganistán

La idea se probó en Irak: comprar la lealtad de los rebeldes, alistándolos contra Al Qaeda y los nacionalistas que resistían a la ocupación norteamericana, pero había materia prima para ello. La privilegiada minoría suní, que quedó desamparada con el derrocamiento de Sadam Husein en un país de amplia mayoría chií, aportó muchos reclutas al bando ocupante, con una formación llamada Hijos de Irak, de unos 100.000 efectivos. Era como vaciar el agua de la pecera para ahogar la insurrección.

La revuelta talibán se nutre principalmente de la etnia pastún, que dominaba el país hasta el desembarco norteamericano en 2002, lo que sin duda guarda algún parecido con la Intifada suní. Pero las similitudes no van más lejos, porque el pastún habla pushtu y se mueve a horcajadas de la frontera con Pakistán, mientras que suníes y chiíes son árabes y tienen la misma lengua. Esta etnia que representa alrededor de la mitad de los 15 millones de afganos se rige, especialmente en el medio rural, por un código de honor llamado pashtunwali, que entroniza la sacralidad de la venganza, ojo por ojo, al que no cesan de alimentar las fuerzas de la OTAN con su desordenada y frecuente inclinación a bombardear civiles, lo que no ha dejado de ocurrir en la citada operación, costándole ya la vida a cerca de 40 nativos. Los antiguos germanos tenían también un código muy estricto para reparar sangre con sangre, pero, más prácticos, lo que llamaban wergeld o venganza era indemnizable en dinero o especies.

Los pastunes, en cambio, no parecen tan modernos como los habitantes de la Alta Edad Media europea y, sobre todo, la mayor diferencia entre insurrectos estriba en que los suníes luchaban por sus privilegios, que es un sentimiento fungible en moneda de curso legal, mientras que el combustible básico del Pastunistán es una creencia religiosa, y ya sabemos de qué manera los mártires del Islam se toman en serio. En ese Afganistán que muchos pastunes sienten que la fuerza expedicionaria les ha arrebatado, abundan también los signos de la rapiña. En la capital, Kabul, donde la mitad de la población es pastún, los signos exteriores, anuncios y establecimientos públicos, rótulos viarios aparecen todos en dari, lengua de origen persa que tienen como propia tayikos y hazaras, quienes no constituyen más de un tercio de la población, y de los que los primeros se hallan muy desproporcionadamente representados en el Gobierno del irrelevante presidente Hamid Karzai, aunque él mismo sea pastún de la casta durrani. Y para rematar el edificio el nombre de la operación que quiere marcar el punto de inflexión de la guerra se ha acuñado también en dari.

Fuentes militares norteamericanas calculan en un 70% el número de talibanes codiciosos que cambiarían de bando por el vil metal, aunque no está claro en qué se basan para ello, porque las encuestas no son precisamente la moda otoño-invierno en Afganistán. Y es igualmente dudoso que las cuitas de Obama vayan a despejarse por la presente ofensiva, que, en cualquier caso, es seguro que concluirá con un pronunciamiento de victoria, porque ésta es la hora de sacar pecho. Si el territorio ahora conquistado por los occidentales se presta a una repoblación política de signo gubernamental, las dos estrategias se habrán demostrado complementarias: primero guerra más o menos victoriosa, y luego retirada; pero si la OTAN sigue siendo únicamente dueña del suelo que pisa, la incompatibilidad gana: primero inutilidad de la guerra, luego retirada y derrota política. Si le dejan a Obama que se retire.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_