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Columna
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La boda gay

Yoani Sánchez

Le decían Cusio y era el hazmerreír de todos los varones de la escuela, pero a las niñas nos entretenían sus historias, nos encantaba su buen gusto por la ropa y su carácter servicial. Había nacido en un barrio donde los hombres alardeaban de machistas, prestos a desenfundar la navaja si alguien ponía en duda su virilidad. Creció también en aquellos años ochenta en los que la policía hacía redadas y se llevaba en un carro jaula a los homosexuales que transitaban por la vía pública. Su adolescencia transcurrió en un país donde el discurso oficial tenía demasiados pelos en el pecho y un exceso de testosterona en las consignas. Así que sufrió lo indecible en su condición de gay, pero nunca quiso irse de su país, quizás a la espera de tiempos mejores. Le perdí la pista hace ya casi una década; no obstante le debo mi predisposición a percibir como algo muy normal que dos hombres decidan amarse o que dos mujeres unan sus vidas como pareja.

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Desde hace casi un mes el recuerdo de Cusio ha retornado con fuerza. Lo veo en todas partes con sus ademanes llamativos y sus pantalones ceñidos, con su sonrisa perenne que le hacía superar cualquier ultraje. Comencé a evocarlo con intensidad cuando acepté la propuesta inusual, irreverente y sorpresiva de ser la madrina de la primera boda entre un transexual y un gay en Cuba. Mi abuela se pondría las manos en la cabeza si estuviera viva y me viera enrolada -como diría ella- en tal "desvergüenza". Los colegas de mi escuela primaria me tacharían de floja y confundida, mientras que aquellos pendencieros que conocí en mi barriada de Cayo Hueso afilarían los cuchillos.

Sin embargo, las reacciones de molestia no están sólo en esos rostros que emergen del pasado. Varios de mis libérrimos amigos de hoy me han dejado de hablar como protesta ante tal insolencia. Pero es que en Wendy e Ignacio -los novios que ahora tengo el placer de amadrinar- se refleja mucho del sufrimiento que conocí en Cusio, parte del tormento que él debió llevar. Ser testigo de la unión entre la muchacha que una vez tuvo nombre de varón y el joven seropositivo triturado tanto por la homofobia como por la intolerancia política, constituye mi personal forma de homenajear a aquel niño que me enseñó a respetar la diferencia.

Wendy nació en el cuerpo equivocado. Ignacio cayó en prisión muy joven por repartir proclamas con la declaración de los derechos humanos. Se conocieron en febrero pasado, cuando ella ya había logrado hacerse una cirugía de adecuación genital y él llevaba años lidiando con el VIH. Se miraron y un segundo después ya ambos sabían que estaban irremediablemente atraídos por el agujero negro del amor. Ella trabajaba en el Centro de Estudios de la Sexualidad (Cenesex) que dirige Mariela Castro y él publicaba sus crónicas en uno de esos sitios digitales que el Gobierno tacha como "enemigos de la revolución". Los obstáculos en el camino de su relación no terminaban ahí, apenas si comenzaban. Cuando la hija de Raúl Castro supo que su protegida se encontraba con un gay disidente, la empujó a decidir entre seguir laborando en aquella institución oficial o continuar la relación con Ignacio. Una mañana, la Seguridad del Estado se llevó el ordenador que Wendy tenía en su oficina para buscar cualquier información "clasificada" que le hubiera enviado a su amante. Le dijeron que ya no era una persona confiable y sólo podrían ofrecerle una plaza para limpiar el piso. Se fue dando un portazo, con su melena lacia brillando bajo el apabullante sol del desempleo. Él la recibió con un beso y fijaron la fecha de la boda.

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Antes de salir del Cenesex, Wendy Iriepa había logrado aquella cirugía que sintonizaba su mente con su cuerpo. También alcanzó el sueño dorado de muchos transexuales cubanos, la posibilidad de tener un documento de identidad con nombre femenino. Para cuando fueron juntos al notario, éste les emitió una cita matrimonial sin percatarse que en la inscripción de nacimiento de ella decía "sexo: masculino". Dieron la primera firma el 28 de julio y ayer sábado rubricaron la segunda. Se colaron por un intersticio que había dejado la legalidad, en un país donde aún no está permitido el matrimonio gay. Pero impedirles validar ante la ley su relación hubiera significado desmentir a la mismísima Mariela Castro, que mandó a emitir aquel carnet de mujer para Wendy. Aunque la Asamblea Nacional aún no ha aprobado -ni siquiera discutido- la legalización de la uniones entre personas de un mismo género, Ignacio y Wendy lograron írsele por delante a la burocracia.

A mí sólo me correspondió acompañarlos en su decisión, verlos crecerse ante cada nuevo obstáculo, ser testigo de cómo se sonreían felices de saberse ya un matrimonio. Pero el principal sacrificio lo han puesto ellos, que han superado la burla de muchos, la presión de la policía política, que sintió la boda como una provocación; la molestia de Mariela Castro, quien no asistió al Palacio de Matrimonios mostrando con su ausencia que desaprobaba la unión. Pudimos festejar gracias también a la fuerza del afecto que los llevó a desoír los chistes contra homosexuales, las ofensas, el testosterónico discurso oficial y las agresivas alusiones de esos camorristas que tiene todo barrio.

En medio de la ceremonia me pareció ver un rostro conocido. Salí a la amplia escalera del Palacio, pero no pude encontrarlo. No sé, quizás fue sólo la combinación del calor, de la emoción y de un breve trago de ron que me tomé antes de comenzar todo. Pero hubiera jurado que era Cusio. Sonriente y gesticulando, con sus pantalones de siempre... ajustados hasta el escándalo.

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