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Columna
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La otra cara del consenso de Pekín

El acelerado crecimiento chino y la redistribución global de la riqueza, combinados con el desgaste que la crisis está suponiendo para las economías más industrializadas, han cambiado la percepción de cuáles puedan ser las vías hacia el éxito internacional de un país. Al término de la primera década del siglo XXI, el modelo económico occidental ya no es el único percibido como exitoso; también a nivel político la democracia liberal parece perder atractivo, y los años que van de la elección de Putin en 1999 hasta el inicio de las revueltas árabes en 2011 fueron regresión democrática, de Rusia a Etiopía, de Venezuela a Zimbabue. La combinación entre la aparición de regímenes autoritarios con éxito económico y el desprestigio, cuando no el abandono, de la agenda de apoyo a la democracia proporcionó a los dictadores de todo el planeta nuevas excusas para oprimir con más fuerza a sus ciudadanos en beneficio propio. Sin embargo, su suerte empieza a cambiar. Han tenido que ser los ciudadanos árabes, con su valentía en las calles, los que han puesto al descubierto el engaño que supone equiparar autoritarismo con crecimiento. Al fin y al cabo, de entre las 20 primeras economías mundiales solo dos, Rusia y China, se están desarrollando en un contexto político no democrático.

Las revueltas de la dignidad en el mundo árabe sirven para desprestigiar la lectura política del éxito de China

Desde aproximadamente 1980 y hasta el inicio de la crisis en 2008, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, además de la política exterior norteamericana, promovieron el llamado consenso de Washington como fórmula para el desarrollo. Se trataba de una agenda neoliberal para el crecimiento de las economías más vulnerables, sobre todo de las que sufrieron grandes crisis económicas, sin ponderar demasiado su impacto sobre el tejido social y político.

Con el éxito económico de China y otros países emergentes se consolidó un modelo alternativo, el llamado consenso de Pekín. En su versión más favorable, este nuevo consenso estaría basado en una mayor soberanía de cada Estado para decidir su futuro económico, el uso de medidas más allá del crecimiento del PIB para evaluar una economía (por ejemplo, la distribución de la riqueza) y una mayor capacidad de innovar y adaptarse a las circunstancias en contraste con la rigidez de las fórmulas neoliberales.

Existen, sin embargo, versiones menos amables de este consenso de Pekín. Algunas se fijan en los aspectos del crecimiento chino que replican los errores del consenso anterior, como la ausencia de un criterio de sostenibilidad ambiental. Otras abundan en el menosprecio por los derechos laborales, la corrupción generalizada o la falta de transparencia. Tampoco es favorable la versión que señala que el éxito exportador chino y su enorme capacidad de ahorro han contribuido decisivamente a unos desequilibrios globales que han ido en detrimento de la estabilidad. Finalmente, hay una versión política del consenso de Pekín que ha tenido como resultado la relegitimación del autoritarismo tras las transiciones democráticas que empezaron en Europa, Asia y África en los años noventa.

Las revueltas de la dignidad en el mundo árabe están sirviendo para desprestigiar esta lectura política del éxito de China y dejar al descubierto algunas obviedades. La primera es que la vía china al crecimiento (sin libertades políticas y menospreciando a la sociedad) no es la regla, sino la excepción que tiene muy pocos equivalentes (tal vez Vietnam). Los otros países autoritarios con alto crecimiento son básicamente grandes exportadores de gas y petróleo (Arabia Saudí, Rusia, Guinea Ecuatorial, Angola). Democracias como Brasil, India, Turquía o Indonesia demuestran que el crecimiento se puede conseguir sin sofocar el pluralismo político ni la libertad de expresión. Otra obviedad es que la corrupción, la desigualdad extrema y la exclusión personal y regional, de las que estas jóvenes democracias sufren casi tanto como los regímenes autoritarios, son un peligro para la estabilidad política a medio plazo. Y la tercera, la más importante, es que algunos gobernantes habrán llegado a creerse sus propias excusas para justificar la falta de libertades (democracia soberana, excepción cultural, tradición, etcétera), pero sus ciudadanos no han abandonado su anhelo por un sistema político democrático que garantice su dignidad.

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El consenso de Pekín, que justamente devolvería a los países su soberanía y su dignidad en economía, no puede negarles lo mismo a las personas. Un mundo con mayores opciones para que cada país defina las vías de su crecimiento tiene que traer, por el contrario, un avance para que los pueblos de cada país puedan tomar en su mano su destino económico. Limitar esta elección a un régimen autoritario que decide por todos es comprometer su legitimidad. Por eso el nuevo consenso se llamará de Pekín, pero el modelo no es China.

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