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Cuadernos de Kabul

El cavador que planta Internet

En Kabul sólo se cavan fosas a pico, pala y sudor, y siempre a destajo, para introducir la modernidad

Kabul no es Madrid, pero Madrid en algunas de sus calles podría ser Kabul. Aquí no rugen grandes máquinas excavadoras obsesionadas con multiplicar los aparcamientos ni agrandar las aceras para el paseo y el granito ni talar árboles con disimulo ni abrir zanjas, zanjones más bien, para mejorar las conducciones. No; en Kabul sólo se cavan fosas a pico, pala y sudor, y siempre a destajo, para introducir la modernidad: cables para el teléfono, Internet y televisión saltándose los estadios intermedios de eso que llaman progreso: gas, luz, agua, alcantarillas.

Abdul Men tiene 60 años, una barba blanca poblada, la espalda recta y la mirada de pastún: ojos negros con un brillo de dignidad, no importa qué pobreza lo envuelva. Trabaja metido en un agujero con una pala de siete de la mañana a las tres y media de la tarde, que en Kabul la noche se echa de repente y temprano. Gana unos 300 afganis diarios, el equivalente a seis dólares.

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Su empleo no es fijo ni seguro. Contratan los obreros al por mayor durante 40 días y cuando terminan el trabajo deben buscar otro lugar y presentarse temprano ante el encargado que elige los mejores a ojo de buen capataz. Abdul Men, pese a su edad que supera la esperanza de vida estadística del país que le tocó en suerte, es un buen trabajador. "A veces estoy sin nada cinco días; otras, 10, pero siempre sale algo". Vive con su mujer y dos hijos y paga 800 afganis al mes por el alquiler de una vivienda modesta.

El pastún que abre zanjas para Internet no sabe leer no escribir ni tiene electricidad en casa. Sus manos son duras y están pobladas de callos. Su vida se reduce a trabajar y sobrevivir. "Con el dinero que gano sólo puedo vivir al día, comprar pan y algo de comida para mi familia. Mis hijos van a un colegio público que es gratuito. No podría pagar una escuela para ellos, pero me gusta que aprendan las cosas que yo nunca pude aprender".

La municipalidad, que es algo gallardoniana en estas cosas, tiene la ciudad llena de zanjas. Poco le preocupa el estado del asfalto de las calles principales, que en las secundarias sólo hay tierra modelada por las tormentas y las ruedas de los coches. El firme está mellado por la falta de mantenimiento y las bombas. Cada muesca de metralla tiene una firma. Cada firma un nombre de los señores de la guerra que destrozaron Kabul cuando se marcharon los soviéticos con su progreso ateo a cuestas y llegaron los otros sin progreso pero armados de manías y dioses.

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Los atascos, que son parte inseparable del paisaje urbano, se forman por unos semáforos caprichosos que de tanta avería sufrida ya nadie se fía si ese rojo es una prohibición o un reflejo. Los policías de trafico, que apenas cobran el equivalente a 40 dólares al mes, complican la circulación con sus mordidas y caprichos. Al desastre cotidiano se han sumado las zanjas. Gente como Abdul Men se juega la vida cada vez que sale de una de ellas. No son ya los tropiezos o el riesgo de caerse bocabajo, son los coches que parecen divertirse apuntando al peatón que se tambalea. Es la ley de la selva, pero sin árboles.

El obrero Abdul Men, en una zanja en Kabul.
El obrero Abdul Men, en una zanja en Kabul.R. L.

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