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Reportaje:

"El chófer lloraba, lo degollaron delante de mí"

Extractos del relato del cautiverio sufrido por el periodista del diario italiano 'La Repubblica' secuestrado en Afganistán

"En dos horas tienes que estar listo". El comandante, así es como lo llaman, hoy también está radiante, hasta irónico. Entra en la habitación, hecha con tierra y paja, en la que dormimos desde el domingo por la noche y anuncia: "Estás libre, puedes volar lejos de aquí", dice imitando a un avión que despega. Estoy aturdido. Las noticias que he aprendido a adivinar gracias a alguna palabra en pashtun chapurreada por los guardias que están fuera, me dan a entender que todo está a punto de acabar.

"No ha sido un secuestro, sino una tortura psicológica y física. Para mí han sido como 15 años"
"Hemos estado siempre encerrados, durmiendo en el suelo. Las pulgas te devoran"
"Las cadenas me aprietan los tobillos desde hace 15 días. Estoy ya sin fuerzas"
"Me dijeron: 'Espía, te vamos a matar'. Un golpe en la cabeza con el fusil; luego, el terror a morir"
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Estoy cerca de la libertad. Me pongo de pie, con las cadenas que me aprietan los tobillos desde hace 15 días y miro sorprendido al comandante. Estoy sin fuerzas ya, entre el miedo a sufrir otro duro golpe y el deseo, muy fuerte, de volver a ser una persona libre. Ya no me creo nada. No me fío de nada ni de nadie. Me aprieta las manos. Tiene una sonrisa blanca, rodeada de una sutil barba negra. "¿Sure?" [¿Seguro?], le pregunto. Vuelve a sonreír y contesta: "Sure". Me pongo a pegar saltos de lo contento que estoy; me muevo con cuidado porque las cadenas no me dejan dar pasos de más de 10 centímetros. Me he sentido como un preso de Guantánamo.

Los seis guardias irrumpen en la habitación. Piden disculpas y se abalanzan sobre los candados de las cadenas. Las llaves se han perdido en el desierto. Primero se enfrentan al cerrojo de mi compañero e intérprete Ajmal, afgano, también liberado. El suyo es un candado más grande, y se necesita más fuerza. Nos vamos turnando, estudiando cómo y dónde romperlo. Ajmal está destrozado. Demasiadas veces nos han desilusionado.

Cuando estaba tan hecho polvo que no podía ni respirar, me desahogaba con él y le decía que había que asumir la responsabilidad. Lo animaba a reaccionar. No había nada por lo que sentirse ofendido: nos habían vendido. Su fuente le había prometido una entrevista con uno de los jefes más importantes de los talibanes. No fue así. Quizás nuestro contacto, que ha pagado con su vida, nos ha vendido como espías al jefe de una de las dos facciones en las que están divididos los talibanes. Por lo menos es lo que me parece entender ahora. Habrá tiempo para descubrir más cosas.

No ha sido un secuestro, sino una tortura, psicológica, física, mental, religiosa, política y existencial. Quince días que me han parecido 15 años. Los talibanes quieren que el mundo sepa que tratan muy bien a sus presos. Me ducho, por primera vez en dos semanas. Sigo un poco aturdido. Tengo miedo a que haya algún problema. Pido a un chaval que es periodista de los talibanes que me lo confirme. Me dice que es verdad que nos van a liberar, que está seguro.

Rezo, rezo, por enésima vez. Le pregunto a aquel Dios con el que siempre he comunicado si conseguiré sobrevivir. Provoco al comandante. Le digo: "Hablemos de hombre a hombre. Tú me condenaste en el desierto, antes de cortar la cabeza a un pobre hombre, y ahora me dejas en libertad. ¿Crees que soy un espía o un periodista? ¿De qué estás verdaderamente convencido?". Me mira sin parpadear. Ha dejado de sonreír. "Un periodista", contesta. "No hay problema", insiste, "eres libre".

Me ponen en un coche. Viajamos por una carretera rural, rodeando el canal del río Helmand. Me vuelven a atar las muñecas. Me entra otra vez la angustia, sigo repitiéndome que esto no se ha acabado, no quiero hacerme ilusiones, no quiero volver a pensar que tengo que morir.

El intercambio se realiza junto al río. Me llevan al lugar donde mataron al chófer. Pregunto si se trata de una broma. Me invitan a estar tranquilo, pero no paro de temblar y no consigo controlar la ansiedad. Llegan otros camiones, coches, pick up, llenos de chavales armados. El comandante da órdenes pegando gritos. Al otro lado del río veo a unas 10 personas. A lo mejor son militares, policías afganos. Miramos el río, hay un barco, al otro lado sólo veo jefes tribales. Son los garantes de la liberación. Llegamos al otro lado. Me agarran dócilmente y me acompañan hacia otros coches. Por fin me quitan las cadenas de las muñecas, que han vuelto a sangrar.

Bajo. Encuentro al delegado de Emergency, todo el mundo quiere hacerme fotos. Estoy aturdido, feliz, pero sigo temblando por el miedo a otra desilusión. Ya casi no me fío de nadie. Subimos al coche, sigo teniendo miedo. El negociador que ha venido a rescatarme me dice que estoy libre. Miro hacia el desierto, me falta el aire, abro y cierro la ventanilla continuamente. Bajo. Miro a mi derecha y siento algo en el corazón.

Aquí es donde me secuestraron. Se me saltan las lágrimas. Me capturaron aquí, a un kilómetro del centro de Laskhar Gah. Había decidido ir hacia el sur, a Kandahar y luego a Laskhar Gah. Porque aquí mandan los talibanes y es aquí donde se puede ver de primera mano la realidad contada por los demás. Mi compañero afgano me dice que lo tiene todo preparado, que la entrevista con un comandante militar es a las 11. Con el chófer salimos de Laskhar Gah, y después de un kilómetro se monta otro chaval. Nos indica un camino. Hacemos un kilómetro. Superamos canales de regadío y paramos. Desde las colinas aparecen tres motos negras. Las conducen tres chavales vestidos como los talibanes, turbante negro y vestido gris oscuro. Van armados. Nos paran. Hacen bajar del coche a mis compañeros y les atan las manos detrás de la espalda con los turbantes. Abren la puerta trasera, me miran y me quitan el turbante que cubre parte de mi cara. Me bajan, nos roban todo lo que tenemos, dinero, pasaporte, documentos, ordenador, reloj, teléfonos. Me quedo sin habla... Dirigen sus fusiles hacia mí, me atan las manos y me tapan los ojos. Siento que me voy a volver loco... No puedo respirar. Consigo destaparme los ojos. Pero me golpean por detrás con el kalashnikov. El primer golpe en la espalda. Me caigo. Me pongo de rodillas, levanto las manos, me rindo. Llega el segundo golpe, en la cabeza. La sangre sale a borbotones. Acabo, junto a los demás, en una casa de barro y paja. Tienen que averiguar quiénes somos. Si descubren que somos espías nos matan; si, en cambio, somos periodistas. como les estamos diciendo, nos utilizarán para un intercambio de presos. Son duros y formales a la vez, recurriendo a un juego psicológico que he tenido que aprender a gestionar para salvarme.

Estoy donde comienza el desierto. Me suben junto a mis compañeros a un Land Cruiser con el maletero abierto y lleno de chavales armados. Viajamos de noche, durante cuatro horas por el desierto.

Los golpes me parten la espalda. No puedo moverme. Tengo que aguantar. Llegamos a un poblado perdido, hacia el sur. Nos empujan hacia una habitación de barro y paja. Cierran la puerta de hierro con un candado. Me envuelvo en una manta que me hará compañía durante toda mi larga pesadilla. Salimos al amanecer, después de la primera oración, la de las seis. Nos dirigimos aún más hacia el sur, a otros desiertos, a otras montañas. Encontramos otro poblado aislado de todo y de todos. Compran las cadenas y con ellas nos atan los pies y a mí también las muñecas. Nos quedamos dos días en este agujero en el fin el mundo. Siempre cerrados en un aprisco, durmiendo en el suelo, utilizando un ladrillo como almohada. Las pulgas te devoran.

Aprendo a controlarme. Tengo un único objetivo: demostrar que no soy un espía. Mido las respuestas, apuesto por la sinceridad. Pero comprendo que el juego es mucho más sutil. Hablamos mucho de religión.Es difícil hacerles comprender lo distinta que es nuestra sociedad.Uno de los jefes me interroga. Me pregunta cuánto dinero tenía. Le digo la cifra de la que me acuerdo. Me indican el suelo, me obligan a tumbarme y empiezan a golpearme con tubos de goma. Diez golpes, y gritan Allha akbar, Dios es grande. Yo grito: "Basta". El hombre que está delante de mí me indica con la mano que me van a degollar. Muchos se ríen.Yo repito, "Please, please". El corazón va como loco. Nos cambiamos de sitio, dormimos en el desierto sin nada con que protegernos durante otros tres días.

Sueño con mi madre que me pide que vuelva. Con mi padre, fallecido el pasado verano. Sueño con mis hijos, con mi esposa. Creo, estoy convencido de que el Gobierno no me abandonará. Pero las esperanzas se desvanecen. Pasan los días. Soy testigo de batallas imprevistas, de emboscadas que el grupo está obligado a hacer. Se quedan sorprendidos cuando me ven rezar. Y es justo en esos días cuando llega el primer mensaje sobre una negociación.

Hemos vuelto a la zona controlada por los talibanes. El periodista dice que hay que grabar un video para presionar al Gobierno afgano. Nos suben a un todoterreno y esperamos durante horas bajo el sol. Luego nos dirigimos hacia la orilla del río, llega el comandante. Todos se cubren las caras. Nos atan las manos detrás de la espalda y nos vendan los ojos y nos ponen de rodillas. Yo consigo verlo todo. No puedo mirar. Me quedo helado. El chofer, desaparecido durante dos días, se ha quedado aislado en una celda distinta. Se lo llevan en el centro. El comandante emite su sentencia de muerte. En nombre del islam. Dice que somos espías. Que tenemos que morir. Veo a Ajmal que llora, no entiendo, le pregunto qué es lo que han dicho. Me contesta entre sollozos: "Nos matan". Me alzo sobre las rodillas, veo a cuatro chavales que agarran al chofer, le empujan de bruces sobre la arena, lo degollan y prosiguen cortándole la cabeza. Él no consigue emitir ni un solo sonido. Lo arrastran hacia la orilla y lo sueltan. Yo me quedo esperando, me tiemblan las piernas, chapurreo algo al comandante, le pregunto qué está pasando. Siento que me agarran, me veo yo también degollado, la sangre que chorrea desde todas las arterias, el cuerpo llevado por el río. Nos agarran y nos suben al todoterreno. Llegamos a otra prisión.

© La Repubblica / EL PAÍS Traducción: News Clips

Daniele Mastrogiacomo tras su liberación en Afganistán.
Daniele Mastrogiacomo tras su liberación en Afganistán.REUTERS

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