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Columna
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La contrarrevolución

Lluís Bassets

La tercera ficha no caerá. Al menos de momento. Gadafi tiene a la rebelde Bengasi al alcance de la mano. Sin una súbita recuperación de la débil y desorganizada resistencia, el dictador tendrá bajo su bota de nuevo a la entera geografía libia en pocas horas. El gobierno del Consejo Nacional, instalado en la capital de la vieja provincia Cirenaica, no habrá durado ni un mes. Cuando cesen los disparos habrá terminado la revuelta que empezó el 20 de febrero. A sangre y fuego. Todo lo contrario de lo que ha sucedido en Túnez, donde los manifestantes terminaron con Ben Ali en tres semanas, o en Egipto, donde Mubarak no requirió ni quince días.

Gadafi vio la jugada desde el primer momento. Nadie apoyó a Ben Ali y a Mubarak con tanta convicción. Sabía que iban a por él. Primero convirtió la revuelta en guerra civil. Luego se replegó en la capital, para recuperar fuerzas y probablemente reorganizar sus tropas mercenarias, suministros y finanzas, utilizando con toda probabilidad algunas palancas que él y sus hijos mantienen intactas en el extranjero, en los gobiernos y las finanzas. Finalmente organizó la recuperación del territorio abandonado, coincidiendo con un reflujo abiertamente contrarrevolucionario en la oleada iniciada en Túnez en diciembre. Así es como ha conseguido mantenerse, mientras Arabia Saudí actúa en Bahréin como la Unión Soviética hizo en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968.

El efecto dominó se ha terminado, pero nadie devolverá el genio de la revuelta a la botella

Los dirigentes occidentales, Obama incluido, observan las revueltas árabes con preocupación y pasividad. Si alguien se da cuenta de lo mucho que está en juego, disimula muy bien. Ninguna apariencia de dirección y nula muestra de voluntad política para ponerse al frente del cambio geopolítico. Los desacuerdos no afectan tan sólo a los medios a utilizar, sino al objetivo. A diferencia de 1989, cuando el deseo mayoritario era que cayeran uno detrás de otro todos los regímenes comunistas, está claro ahora que sólo lo quieren quienes sufren las autocracias, mientras que los grandes intereses políticos y económicos rezan por el mantenimiento del statu quo y como mal menor propugnan algunas reformas que hagan de freno y paliativo al ímpetu revolucionario.

La rapidez de los acontecimientos obliga a refrescar la memoria. La más corta incluso. Nicolas Sarkozy, ahora tan militante, no hace ni dos meses intentó echarle una mano al dictador tunecino mandándole material antidisturbios. Ahora va en cabeza de la procesión y clama por una intervención contra Gadafi que sabe que no se producirá. Recibió a dos representantes del fantasmagórico gobierno de Bengasi en el Elíseo, al que reconoció como interlocutor el día antes de que se reuniera la cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno para tomar una posición sobre la crisis libia. Adelantándose de forma tan disonante a los otros 26 socios, se apropió así de una parte de la causa libia pero de la otra condenó la posibilidad de una posición común europea al día siguiente.

Todo es especialmente grotesco en el sainete en que los 27 han convertido la política exterior de la UE y de cada uno de los países socios, atentos sólo al petróleo, a la inmigración y a los sondeos electorales. Sarkozy no tomó la iniciativa contra Gadafi para arrastrar a Europa sino para intentar frenar su caída en picado en la previsión de voto: ahora perdería en la primera vuelta de unas elecciones presidenciales, en las que Marine Le Pen sería la vencedora. Lo mismo puede decirse de Merkel, que enfrenta este año un rosario de citas electorales regionales y está lanzada a la hora de tomar decisiones populares entre los alemanes, ya sea exigiendo una austeridad extrema a sus socios europeos, cerrando centrales nucleares o descartando cualquier intervención en Libia. El único que no tiene problemas en seguir hundiéndose en los sondeos es Rodríguez Zapatero, que hace lo que tiene que hacer sin importarle su ya arruinada popularidad.

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En esto estamos ahora. La iniciativa es de la contrarrevolución, que ha conseguido frenar el efecto dominó. Y del régimen iraní, que aprovecha la revuelta para mutarla en un enfrentamiento convencional entre chiitas y sunitas, antioccidentales y prooccidentales respectivamente. Pero es sólo un momento de una oleada de largo alcance. Gadafi tardará más o menos en caer, pero su régimen no saldrá de ésta: es un apestado. Túnez y Egipto ya están en transición: los dictadores no regresarán. Nadie devolverá el genio a la botella. Los pueblos árabes saben cuál es la siguiente estación de la historia. Esto solo acaba de empezar. No hay que tirar la toalla.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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