¿La década de América Latina?
En toda la región, con algunas excepciones, lo que falta es Estado
El informe anual del Latinobarómetro proclama 2010 como el mejor año para el continente de habla española y portuguesa desde que comenzaron esas mediciones en 1995, y aventura que estamos ad portas de una década latinoamericana en la que el crecimiento de años anteriores, en especial del llamado "quinquenio virtuoso" (2003-2007), y el impacto mitigado de la crisis económica son una plataforma desde la que ver el futuro con optimismo. Pero el reparto de la riqueza, que es el más desigual del mundo entero, suaviza, paradójicamente, cualquier crisis porque los que no tienen difícilmente empeoran y los que tienen hasta hacen negocio, mientras que los de en medio, que son los que sufren, son relativamente pocos; y, sumado a ello, la inseguridad ciudadana, que se eleva hacia la estratosfera del delito, sigue dibujando un panorama de débil densidad democrática.
La percepción que tiene cada país de sí mismo determina mayormente la interpretación de las cifras. En Nicaragua, que procede de una larga y doble guerra, primero contra Somoza y luego contra los sandinistas que derrocaron al somocismo, un 71% de ciudadanos declara que ha sido en alguna ocasión víctima de un delito grave, pero un 32% se siente satisfecho de cómo maneja el Estado el problema, mientras que en Perú, donde los damnificados de la violencia son muchos menos, el 29%, la aprobación de las autoridades solo llega al 6%, lo que la encuesta denomina "factor de incongruencia". La ley de las expectativas incumplidas, como decía Tocqueville de la Revolución Francesa, hace que las cifras se disparen al revés. Pero el cómputo global restablece la lógica de un cuadro pavoroso. Con solo el 8,5% de la población mundial -unos 600 millones de habitantes-, América Latina sufre el 27% de las muertes violentas del planeta, cada año unos 200 millones de ciudadanos son víctimas de algún delito grave, y la inseguridad es la principal preocupación del público -un 27%- por encima del desempleo.
La primera página de un diario de Guatemala capital informaba en 2006 de que había habido 250 asaltos a autobuses de línea; una auténtica profesión de riesgo la de chófer de vehículo colectivo. Igualmente, cuando en 2009 se nombró a una mujer jefa de policía, la afortunada declaraba que había encontrado los coches patrulla sin ruedas y las armas de dotación oficial, cuando las había, sin munición. La explicación estándar de la inoperancia de tantos cuerpos de seguridad en América Latina es la de que les retribuye mucho mejor el crimen organizado. En Brasil, donde Lula ha desencadenado la guerra de las favelas como dote a su sucesora y delfín, Dilma Rousseff, habrá que esperar a 2015 para que se hayan formado 30.000 nuevos policías que integren unas unidades especiales llamadas de pacificación, con las que asegurarse de que los narcos no reconquisten las plazas que el Ejército les ha momentáneamente arrebatado.
Pero el problema va más allá del estipendio de los agentes. Es un problema de Estado. Ni todo el neoliberalismo rebajará tanto como quisiera el concepto de Estado en Europa, y América Latina ha tenido, comparativamente, mucho menos tiempo para desarrollar y creer en unos poderes públicos a los que paga impuestos para recibir servicios. Hernando de Soto decía hace unos años en Santo Domingo que el problema de la gobernabilidad en Iberoamérica -que es como decir de la democracia- dependía del establecimiento de verdaderos sistemas fiscales que, además de gravar a los que tienen, permitan aliviar la infinidad de impuestos indirectos. Colombia es buen ejemplo por la serie interminable de punciones al consumo, desde el ingreso de talones bancarios a la utilización de cajeros automáticos, y aún Bogotá tiene la justificación de que ha de costear una guerra contra el terror de las FARC.
En toda América Latina, con excepciones relativas en el Cono Sur, lo que falta es Estado: seguridad social, fuerzas del orden confiables, sistemas judiciales que se apoyen en una auténtica policía científica, como bien sabe Carlos Castresana, el jurista español que dimitió este año como zar en la lucha contra la impunidad en Guatemala, abandonado por el casi invisible, corrupto e ineficiente Estado guatemalteco. Democracia es también ocupación del territorio, monopolio de la violencia, funcionariado profesional; todo aquello cuya omisión dibuja la imagen del Estado fallido. Ni esta década ni ninguna podrá ser la de América Latina si antes no se reinventa el Estado. La iniciativa privada hará las cosas mejores, pero la pública las hace para todos.
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