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Veinte años de la caída del Muro
Columna
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La decadencia de Europa

Angela Merkel se ha convertido esta semana en el primer canciller alemán en tomar la palabra ante el Congreso estadounidense. Para ella, que se educó en la difunta Alemania del Este y gobierna la primera potencia de Europa, era una forma inesperada y solemne de celebrar el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín.

Nuestro mundo cambió en 1989. La brecha que se abrió aquel día en el muro marcó el principio del fin del comunismo en Europa, el del imperio soviético y el de la división del planeta entre el Este y el Oeste. 1989 señala pues el final de la guerra fría y, con ésta, la clausura de un siglo XX particularmente trágico.

No es extraño que esta fecha sea especialmente celebrada en Alemania. Como señalaba recientemente Jacques Attali en el sitio slate.fr: "1989 fue una victoria para una Alemania hasta entonces marcada por dos derrotas: las sufridas tras cada una de las dos guerras mundiales". Fue sobre todo una nueva forma de revolución, el modelo de lo que tenderá a desarrollarse después, a saber, las revoluciones de terciopelo, no violentas, antítesis exactas del modelo francés de revolución, el de 1789, marcado por el terror. Fue el levantamiento en masa de los alemanes del Este lo que permitió que la democracia se extendiese como nunca.

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Pero, para nosotros, celebrar estos 20 años es también una ocasión para reflexionar sobre el futuro de Europa. Si nos situamos en las condiciones de 1989, año también de la matanza de Tiananmen, nos damos cuenta de hasta qué punto la situación era incierta. De hecho, los dirigentes de entonces dudaron. No los estadounidenses, conducidos por George Bush padre, a los que Merkel rendía homenaje recientemente. La canciller evocaba la deuda que la Alemania unida tiene con Washington, que tomó partido por la reunificación. No ocurrió lo mismo con los demás mandatarios del mundo occidental. La que más enérgicamente se opuso fue Margaret Thatcher. De hecho, por aquellos días, la premier británica consultó con el entonces presidente francés, Valéry Giscard d'Estaing, para echar pestes de François Mitterrand, sospechoso, en su opinión, de debilidad ante Alemania. El mismo Mitterrand cometió algunos errores, especialmente una visita al Berlín Este, o incluso unas conversaciones tardías con Gorbachov en las que parecía dudar de la actitud de Kohl, que, apoyado por Washington, se había lanzado hacia la reunificación a marchas forzadas. Después, Mitterrand rectificó y, aprovechando la especial relación que mantenía con Helmut Kohl, llegó con él a un acuerdo histórico que sigue siendo uno de los pilares de la UE: Mitterrand concedió su apoyo a la unidad alemana a cambio de la promesa, por parte de Kohl, de un compromiso germano para con Europa. Sería este acuerdo el que más tarde daría origen al euro, que, a través del abandono del deutsche mark, significaría ni más ni menos que el amarre de la Alemania unificada en la UE. Por su parte, los estadounidenses hicieron lo mismo al obtener la garantía de que la nueva Alemania seguiría siendo miembro de la OTAN.

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Veinte años más tarde, vivimos del resultado de aquellos acontecimientos. La unión existe en Europa. 1989 permitió su ampliación y la reintegración de los países del antiguo bloque del Este a la familia europea. Y el euro demuestra cada día su fuerza. Pero 1989 introdujo también dos cambios importantes. Por una parte, Europa dejó de ser Europa Occidental. Por otra, dejó de ser el centro de gravedad de un enfrentamiento geoestratégico mundial.

Europa ya no es Europa Occidental: es o, más bien, tiene vocación de llegar a ser, una entidad en sí misma. Ya es la primera potencia económica mundial. Pero es como si no fuera consciente de ello: sigue siendo una enana política. Y lo que es más, presa de los miserables cálculos nacionalistas de algunos, como acabamos de ver con ocasión de los vaticinios del presidente checo, Václav Klaus. De Václav Havel, uno de los profetas de la nueva Europa, a Václav Klaus: ¡qué decadencia! Al mismo tiempo que se derrumbaba el telón de acero, otras potencias empezaban a emerger. China fue la primera. Así, es posible datar en 1989 el desplazamiento progresivo del centro de gravedad del planeta hacia Asia. Esta constatación debería impulsar, por sí misma, a los europeos a recuperar parte del entusiasmo de 1989, ya no orientado a la liberación de los pueblos europeos, sino a la construcción de un futuro que será común o no será.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva

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