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Cambio en la Casa Blanca

El desván de la historia espera a Bush

El mandatario que inició dos guerras deja el cargo con la popularidad por los suelos

Antonio Caño

Asumamos que los propósitos de George W. Bush eran laudables. "Mi objetivo es un mundo libre de la tiranía", dijo, hace ahora cuatro años, en el discurso de inauguración de su segunda presidencia. Asumamos que sus principios son sólidos -"siempre seguí a mi conciencia y actué por el bien de mi país", aseguró en su discurso de despedida a la nación- y que su obsesión por la libertad, una palabra que mencionó 25 veces en su última conferencia de prensa, es sincera. Asumamos incluso que algunos de los errores de su gestión son improvisaciones justificadas por el ardor del 11-S. Asumamos, por último, que una presidencia no puede ser juzgada por los detalles del gobierno cotidiano sino por la huella que deja en las siguientes generaciones.

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Aun así, la de Bush es una presidencia famélica en resultados e ignominiosa en los métodos, que difícilmente encontrará la absolución de la historia. Ni él fue capaz de desmentir nunca la imagen pedestre que sus enemigos le crearon ni su obra se impuso por sí misma -como fue el caso de Ronald Reagan- a la incredulidad y el desprecio de sus críticos.

Aunque es posible que cuente con el perdón de Barack Obama, que ha respondido a las peticiones de investigar a Bush diciendo que su instinto le aconseja "mirar hacia adelante y no hacia atrás", W. parece un personaje condenado para siempre al desván de la historia estadounidense. Puesto que su rechazo es tan unánime en el mundo -quizá se pueden excluir algunos países asiáticos y otros africanos, favorecidos por la ayuda norteamericana a la lucha contra el sida- y en su propio país, donde concluye su gestión con un índice de popularidad del 27%, a la hora de hacer balance de su labor puede ser aconsejable el ejercicio dialéctico de descubrir primero qué ha hecho bien.

El terrible peso de dos guerras inacabadas, si no perdidas, y la peor crisis económica que ha conocido el mundo caen sobre su gestión de una manera tan demoledora que es difícil rebuscar en otros ámbitos de su presidencia los logros que, al menos, atenúen el calificativo de peor presidente de la historia. La página web de la Casa Blanca ha hecho un resumen de los ocho años de Bush en el que intenta, como es lógico, destacar lo positivo. Se menciona lo del sida, una reforma educativa conocida como No child left behind que recibió algunos aplausos en su primer año de mandato, pequeños avances en el seguro público de salud y retórica sobre la expansión de la libertad en Irak y Afganistán.

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Ese resumen incluye, sin embargo, un éxito -quizá éste no sea el término adecuado- que Bush ha exhibido con orgullo en los últimos días: el territorio de EE UU no ha vuelto a ser atacado desde septiembre de 2001. "Esto no se debe a la suerte ni a que los terroristas no lo hayan intentado", asegura la información oficial. Probablemente hay que atribuirle a algunas medidas de la Administración de Bush, como la reorganización de los servicios de espionaje o la creación del Departamento de Seguridad Nacional, cierto mérito en la consecución de este largo periodo sin atentados. Pero, como el propio Bush ha reconocido, ese tiempo transcurrido no es la prueba de que el terrorismo haya sido derrotado o la amenaza terrorista haya decrecido. Al contrario. El último informe del Pentágono sobre este asunto, del mes de diciembre, alertaba sobre el crecimiento de Al Qaeda y su red de organizaciones hermanas en varias partes del mundo, particularmente en el norte de África, así como del desarrollo de más intensa actividad terrorista en Afganistán, Pakistán y en la frontera entre esos dos países.

La guerra contra el terrorismo ha marcado como ninguna otra circunstancia la gestión del 43º presidente de Estados Unidos. En nombre de esa guerra, para la que, en un principio, contó con un enorme apoyo dentro y fuera del país, esta Administración quebrantó los principios de la Constitución de tal manera que todavía hace sonrojar a sus propios compatriotas. Los episodios de la prisión de Abu Ghraib, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, las escuchas sin protección judicial, las torturas... ponen trágicamente el sello sobre esta presidencia.

Todo eso, con toda la degradación ética que representa, hubiera tenido, sin embargo, algún sentido en el frío cálculo de la política si hubiera conducido hacia algún logro que sirviera para argumentar hoy que el mundo es más seguro, más estable o más próspero. Nada de eso puede decirse al despedir a Bush, que ha conseguido sumarle al deshonor la incompetencia.

Incompetencia o negligencia son términos que nos remiten inmediatamente al manejo de la tragedia del Katrina, donde el crédito que le quedaba al presidente se hundió junto a los casi 2.000 norteamericanos muertos.

Pero su más importante y polémica decisión como gobernante, la guerra de Irak, es el mejor y más completo ejemplo de la gestión de Bush. Al error inicial sobre la inexistencia de armas de destrucción masiva (aceptando la palabra de Bush de que todas las agencias de espionaje del mundo creían, como él, que Sadam Husein las escondía), se sumó una calamitosa cadena de decisiones tácticas equivocadas, desde la disolución del Ejército iraquí hasta el cálculo sobre el número de tropas, que convirtieron Irak en un infierno en el que murieron decenas de miles de civiles iraquíes y más de 4.200 soldados norteamericanos.

El desastre militar de Irak no era más que la consecuencia de la división y la falta de liderazgo dentro de la propia Administración en Washington. Superado por una situación a la que intentó ponerle énfasis patriótico pero que nunca supo gobernar, Bush cedió de hecho el poder a Dick Cheney, quien se convirtió en el vicepresidente más influyente de la historia, y fue incapaz de imponer su autoridad en los enfrentamientos continuos entre las principales figuras del Gabinete. "Su Gobierno nunca fue un equipo, siempre fueron rivales", ha asegurado el periodista Bob Woodward, que ha escrito cuatro libros sobre el periodo de Bush.

Donald Rumsfeld, secretario de Defensa durante seis años, siempre ignoró a Colin Powell y Condoleezza Rice, los dos secretarios de Estado, y construyó por su cuenta un centro de poder ideológico en el Pentágono con Douglas Feith y Paul Wolfowitz, que irritó y marginó a los militares. Mientras, el principal asesor de Bush, Karl Rove, aumentaba su poder en la sombra y convertía la presidencia en una fortaleza ante el acoso del Congreso y de los medios de comunicación.

Muchas de las figuras neocon de las que Bush se rodeó le dieron a su Administración un tono doctrinario y extremadamente ideológico, pero él nunca fue un político de profunda ideología. Ni siquiera de inquebrantable firmeza. Para ser el matón que a veces decían, aceptó con mucha diplomacia las exigencias de China y de Rusia en numerosas circunstancias. Y para ser el bastión antiterrorista de que presume, se ha ido dejando a Irán más cerca de poseer capacidad nuclear. Sus principios liberales no fueron impedimento tampoco para utilizar los recursos del Estado en el rescate del sistema financiero, a fin de contener una crisis económica que acabó por arruinar del todo su legado.

Dicen sus íntimos que no hemos conocido al verdadero George Bush. Ciertamente, se trata de una persona que nunca estuvo a gusto en el ambiente de esta ciudad y que nunca se manifestó con espontaneidad. No era el escogido por su padre para extender la saga familiar de presidentes ni renunció a la vida frívola de un niño rico hasta que se le encendieron las luces de alarma por el exceso de alcohol. Después consiguió ser en Tejas un político cálido y cercano que despertaba simpatías entre el ciudadano común. Esa imagen quedó rápidamente borrada en la Casa Blanca, a la que llegó con mal pie gracias a una decisión del Supremo para desempatar unas elecciones en las que Al Gore se impuso en el cómputo global de votos, aunque perdió por unos pocos el decisivo Estado de Florida.

Bush galvanizó brevemente al país después del 11-S, pero su gestión consiguió dividirlo como no lo había estado en mucho tiempo. Cuando el martes aborde el Marine One para emprender rumbo a Crawford, la imagen más cercana será la de Richard Nixon agitando la mano en aquel famoso adiós en medio del bochorno general. Nixon podía apuntarse, al menos, el mérito de la creación de una nueva relación con China. Varios pensadores conservadores insisten en que Bush merecerá algún día el reconocimiento por su dedicación a este país. Es posible. De momento, el único reconocimiento es el de irse en silencio, discretamente, cediendo más que cortésmente el espacio a su sucesor.

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