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Columna
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La dignidad polaca

"Pensamos en la opinión mundial que se creará si los antinazis en Varsovia son abandonados a su suerte. Tenemos la convicción de que los tres tenemos que hacer todo lo posible para salvar a todos los patriotas que sea posible. Esperamos que suministre usted de inmediato suministros y munición a los patriotas polacos en Varsovia o que acepte que sean nuestros aviones los que lo hagan con urgencia. El elemento tiempo es de extrema importancia". En estos términos se dirigían el 20 de agosto de 1944 el primer ministro británico, Winston Churchill, y el presidente norteamericano Roosevelt al líder soviético, Josef Stalin, cuyas tropas llevaban ya varias semanas observando impasibles desde la inmediatez cómo las tropas alemanas reprimían la insurrección popular de Varsovia, una de las mayores gestas de dignidad y valentía del siglo XX. Más de 50.000 polacos portando poco más que armas ligeras, apoyados por centenares de miles de conciudadanos, se habían levantado el día 1 de agosto contra una ocupación alemana que en cinco años había causado millones de muertos. Respuesta de Stalin a Churchill del 22 de agosto: "Antes o después se sabrá la verdad del grupo de criminales que se han embarcado en la aventura de Varsovia para hacerse con el poder". El 5 de septiembre, en torno a 150.000 muertos después, con Varsovia convertida en un inmenso mar de escombros, Roosevelt telegrafiaba a Churchill para anunciarle: "Los alemanes vuelven a tener el control total de Varsovia". Cinco días más y, después de semanas ociosos observando desde la ribera oriental del Vístula cómo los polacos eran masacrados, el Ejército Rojo reanuda su ataque contra los alemanes y poco después tomaba una Varsovia que como ciudad prácticamente no existía e imponía su Gobierno títere. Los polacos, el pueblo que con los británicos más fieramente había luchado por su libertad y dignidad contra la barbarie parda, pasaban directamente a ser vasallos de la barbarie roja.

Recordando la insurrección de Varsovia y su desarrollo, parece mentira que aún haya gente en la parte bienaventurada de Europa en el siglo XX que no entiendan por qué los polacos son genuinamente atlantistas y desconfíen de aventuras antiamericanas, continentales o neutralistas. O que se indignen cuando el presidente de un país que se negó a acudir en su ayuda en 1939, que se dejó ocupar por los nazis sin lucha alguna y fue liberado por norteamericanos y británicos -ayudados por republicanos españoles y también muchos polacos- les niegue la palabra hoy en Europa y los descalifique como recién llegados.

En Polonia la memoria es larga, y desde que se liberó del segundo yugo del siglo XX -ayudando decisivamente a toda Europa central y oriental a hacerlo- ha sabido hacer frente en público debate también a sus propias miserias, como es el indiscutible antisemitismo que tanto ayudó allí a fomentar la Iglesia católica. Pero sus grandezas y lecciones de dignidad, desde la liberación de Viena por el rey Jan Sobieski en 1683 hasta el definitivo pulso al comunismo tres siglos después, lo convierten en una autoridad moral clave en el debate sobre el futuro de la seguridad común europea. Hay que ser muy miserable o ignorante para disputar ese derecho moral a este país, ducho en la interpretación de la historia como pocos. Los golpes de pecho del canciller alemán Gerhard Schröder en Varsovia estos días están muy bien, como también los esfuerzos de Jacques Chirac de no olvidarse de Vichy. Pero el ninguneo que después se observa hacia este país por parte de nuestro famoso eje -que hace unos meses, recordemos, pasaba también por Moscú y llegaba a Pekín- es difícil de soportar, porque cabe decir que la defensa de la dignidad de Europa, en el asedio de Viena, en la toma de Montecassino, en la batalla de Inglaterra o en la insurrección de Varsovia, siempre la protagonizaron de una forma u otra los polacos, por alguna razón inexplicada más tercos que otros europeos en la defensa de dicha dignidad.

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