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Reportaje:

50 dólares por poner una bomba

Grupos terroristas, milicias y mafias se disputan la provincia iraquí de Diyala

Ramón Lobo

La base avanzada de combate llamada Mallalah se asienta sobre una de las viviendas utilizadas por Abu Musab al Zarqaui, fundador de Al Qaeda en Irak y muerto por un misil estadounidense en junio de 2006. En esta zona de la provincia de Diyala, la más conflictiva junto a Nínive, quedan células activas de la organización responsable de decenas de atentados indiscriminados contra la población civil. Son grupos pequeños, compuestos por habitantes de la zona emparentados entre sí, de gran movilidad y que evitan la confrontación directa con el Ejército estadounidense. Su especialidad son los explosivos en la carretera y los atentados suicidas.

Si Bagdad es una ciudad que amuralla el miedo, Diyala es la representación de la última frontera, un territorio en guerra con carreteras semivacías regadas de baches y controles militares, policiales y de los Hijos de Irak, la milicia suní que cambió en 2006 la lucha contra el invasor por la colaboración con el Ejército de Estados Unidos a cambio de un sueldo de 300 dólares al mes. En Diyala son unos 10.000.

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"Casi todos los hombres entre 16 y 35 años están implicados en algún tipo de violencia", asegura un capitán norteamericano. "Los problemas de seguridad son tres: Al Qaeda, el Ejército del Mahdi y las mafias que importan armas y pagan 50 dólares a quien pone una bomba. Hay ajustes de cuentas que se presentan como acciones de Al Qaeda porque saben que así prestamos más atención".

Una célula apenas necesita cuatro personas para ser letal: el que coloca el explosivo, el fabricante de la bomba, el logista que reúne los materiales y el financiero, por lo general un clérigo que paga el trabajo con dinero de la caridad. "Cuando aprendes el mecanismo, sabes que eliminar a quien pone la bomba no es decisivo porque encontrarán a otro, pero si das con el financiero, acabas con la célula", explica el capitán estadounidense. Algunos de los grupúsculos que actúan bajo la franquicia de Al Qaeda graban sus atentados para demostrar su eficacia y obtener fondos de quienes ponen el dinero.

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El mapa del noreste de Baquba está repleto de adhesivos rojos y amarillos. Los primeros pertenecen a las zonas en las que actúa la milicia chií del Mahdi, enmudecida tras perder las batallas de Ciudad Sáder y Basora en mayo, y ante las expectativas electorales de enero. Los segundos pertenecen a Al Qaeda, que hace unos meses campaba por las calles de Wajihiyah. En Diyala, como en el resto del país, se ha producido una mejora de la seguridad tras el incremento de 30.000 soldados estadounidenses en 2007 y la utilización de los Hijos de Irak en primera línea de combate. Al Qaeda tiene ahora serios problemas de coordinación, pero no de suministro (muchos de sus explosivos son de fabricación artesanal) ni de gente, su vivero es la pobreza.

La base del Ejército iraquí en Wajihiyah es un fortín, como casi todo edificio público en Diyala. Aquí nadie quiere dinero para comprar libros para las escuelas, lo exigen para amurallarlas. El capitán Ibrahim Munther, responsable de la seguridad de Wajihiyah, es optimista: "La gente se hartó de violencia y están perdiendo el miedo. Cada vez tenemos más y mejor información". Uno de los canales en los que fluyen nombres de sospechosos son los Hijos de Irak, que en Diyala pertenecían en un 90% a Al Qaeda. "No todos eran militantes convencidos, muchos lo hacían por dinero. A veces pienso que si llegase otro con 400 dólares en vez de 300 se pasarían otra vez al enemigo", explica el capitán norteamericano.

En una aldea próxima a Wajihiyah, los Hijos de Irak están de luto. Hace un par de días murieron tres en una emboscada cuando regresaban de su puesto de control. Lo que más les duele a estos suníes es la actitud de la policía iraquí (la mayoría son chiíes) durante los funerales. "Vinieron, detuvieron a gente y se mofaron de nosotros con gritos a favor de Múqtada [al Sáder, el clérigo radical que manda el Ejército del Mahdi]", explica un notable a la patrulla norteamericana.

En la comisaría de donde partieron esos policías, el coronel Abd Al Nabei dice que no hay problemas. Es su trabajo: fingir. Detrás tiene un retrato del primer ministro, Nuri al Maliki, donde estuvo el de Sadam Husein. Delante, una televisión con Brad Pitt.

Al este de Baquba está Chechan. Tiene 50 casas, casi todas reventadas con explosivos. Le debe el nombre a las familias chechenas que emigraron desde el Caucaso y se asentaron en Diyala en 1845. Gente preparada: médicos, maestros e ingenieros que vivió durante generaciones en paz con sus vecinos. Todo cambió el 16 de septiembre de 2007, cuando milicianos de Al Queda asaltaron una aldea vecina y mataron a 17 chiíes. "Era cien que después se refugiaron en Chechan", explica Alí Majad Aziz, que perdió a seis miembros de su familia.

En la tarde del día del ataque, el Ejército iraquí evacuó a las familias chechenas que se sentían hostigadas. El 18 de septiembre, decenas de chiíes de la tribu Al Tamimi procedentes de los pueblos cercanos atacaron Chechan y estruyeron todas las casas de los no chiíes. Ahora han realizado la ceremonia de la reconciliación entre chechenos, árabes chiíes y suníes. Pero nadie retorna a un pueblo fantasma. Rusia y Jordania prometen dinero, pero pese a la mejora de la seguridad, en Diyala la guerra no ha terminado.

Un kurdo iraquí pasea por un mercado de la ciudad de Janaqin, en la provincia de Diyala, el pasado día 8.
Un kurdo iraquí pasea por un mercado de la ciudad de Janaqin, en la provincia de Diyala, el pasado día 8.AFP

Diferencias de clase en la Zona Verde

La Zona Verde es el centro físico de Bagdad y el centro del poder real en Irak. Lo fue con Sadam Husein cuando mandaba desde el Palacio de la República -convertido desde 2003 en Embajada de EE UU y, a partir de febrero, sede del Gobierno de Irak- y lo es ahora repleto de ministerios, funcionarios, legaciones amigas de Washington, contratistas, tiendas y hasta un Burger King, símbolo de los valores importados. Su principal monumento, Las Manos de la Victoria, que marca el lugar de los desfiles en los que el dictador celebraba como éxitos sus derrotas militares, es donde los soldados y los agentes de la CIA se hacen fotos turísticas.

Este perímetro ultraprotegido, que los iraquíes prefieren denominar Zona Internacional, tiene 10 kilómetros cuadrados, agua corriente, trabajo y electricidad. Durante los años más duros de atentados, parecía un helicóptero gigante preparado para despegar de Saigón. Lo que se extiende más allá de sus muros de hormigón de 3,70 metros de altura se llama la Zona Roja, es decir, el territorio comanche en el que sobreviven la mayoría de los iraquíes. También conocido como mundo real. A pesar de ser el área con más medios de seguridad de Bagdad, ha sido objeto de numerosos ataques con morteros lanzados desde la vecina calle Haifa y desde Ciudad Sáder. También ha sufrido ataques suicidas contra el Parlamento y contra uno de sus cafés de moda.

Como el resto de la ciudad, la Zona Verde está regada de decenas de muros y barreras. Los controles internos y la protección de la Embajada estadounidense no dependen de militares profesionales. La subcontrata, norteamericana por supuesto, que obtuvo el encargo trajo los guardas desde Perú. Perciben mil dólares al mes, tienen toque de queda a las 22.00, sufren castigos económicos ante cualquier falta, apenas cuentan con días libres, casi no hablan inglés y duermen hacinados. Sus supervisores reciben un salario de 500 dólares diarios y evitan incomodidades. "No me parece justo que personas que su trabajo es proteger al Ejército de EE UU cobren un tercio de mi sueldo", dice un mando militar norteamericano que acaba de terminar de leer Las cenizas de la CIA, de Tim Weiner. Los peruanos son, junto a los ugandeses, la clase media en el mundo de la privatización de la guerra. En la baja destacan los nepalíes, 300 dólares, y los indios empleados en los restaurantes, 200 dólares.

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