Clinton y Obama minan su crédito con ataques destructivos
Las primarias demócratas de Pensilvania son cruciales para elegir candidato

Con la pasión desatada entre todos, políticos, votantes y medios de comunicación, con la incertidumbre de una campaña que ha conseguido despistar a los más sesudos, con la preocupación por el discurso destructivo entre los dos contendientes y con la emoción por lo mucho que hay en juego, el Estado de Pensilvania elige hoy entre Barack Obama y Hillary Clinton un candidato demócrata para las elecciones presidenciales.
La senadora necesita ganar a su rival por más de 10 puntos
Sólo el maestro Goya hubiera podido reflejar en todo su dramatismo el feroz cuerpo a cuerpo en el que Obama y Clinton se han enzarzado en los últimos días. La prensa estadounidense, muy concienciada del riesgo que su credibilidad corre -cada vez que un medio hace el menor guiño de parcialidad es denunciado por la campaña contraria-, ha decidido descargar la responsabilidad del juego sucio sobre ambos contrincantes.
Observado con un poco más de distancia, sin embargo, aunque es cierto que Obama ha elevado considerablemente el tono de sus críticas desde el debate de la semana pasada en Filadelfia, éstas están aún lejos de las descalificaciones personales y algo mccarthystas utilizadas por Clinton.
La esencia de las críticas de Clinton ha sido que si Obama ha conocido o ha tenido trato alguna vez con un violento activista de los sesenta, un reverendo radical o el líder de un partido extremista, él debe de ser tratado como uno de ellos y debe de dar explicaciones por la conducta de aquellos. De esa manera, según la estrategia de Clinton, los dirigentes demócratas comprenderían que Obama no tendría ninguna posibilidad de ganar a John McCain y le darían la candidatura a la senadora de Nueva York, cualquiera que fuera la asignación de delegados elegidos directamente para la Convención demócrata.
Obama reaccionó, primero, a esa táctica con un gesto muy castizo pero arriesgado: un día después del debate de Filadelfia, en un mitin en Pensilvania, el senador de Illinois se sacudía sonriente el hombro, dejando claro que las acusaciones de su rival, literalmente, le resbalaban.
Más en serio, la campaña de Obama y él mismo en sus discursos intentan etiquetar a Clinton como una representante del viejo establishment, "que ha aprendido mucho de la política, pero precisamente lo peor de la política". El otro flanco contra Clinton ha sido el de su presunto oportunismo y falta de criterio firme sobre los grandes asuntos. "Toma posiciones distintas en temas tan fundamentales como el comercio o la guerra según convenga en cada momento. Y cuando la cogen haciendo eso, su única respuesta es: bueno, ya se sabe, esto es política", decía ayer el aspirante demócrata.
Por su parte, Hillary Clinton atacó ayer lo que puede ser el penúltimo desliz de Obama. Éste había dicho el domingo que "cualquiera de los dos candidatos demócratas sería mejor que McCain, pero cualquiera de los tres sería mejor que George Bush". Clinton respondió advirtiendo a los electores: "no necesitamos un candidato que le haga la ola a McCain sino uno que esté dispuesto a combatirle".
Los barones demócratas están, obviamente, alarmados por esta situación, en la que cada día se desvanecen las opciones de victoria para su partido mientras que crecen las de los republicanos, pero se ven impotentes para ponerle fin. El presidente del partido, Howard Dean, ha manifestado que le gustaría que los superdelegados (congresistas y otros notables del partido que tienen voto en la convención sin haber sido elegidos en las primarias) "se decidan lo antes posible para que podamos tener un candidato cuanto antes".
Pero el presidente de un partido en EE UU no es una figura de gran poder. Es como el rey de una monarquía constitucional, arbitra pero no manda. La decisión de seguir en la carrera o retirarse les corresponde exclusivamente a los candidatos. Y da la impresión de que Clinton va a seguir mientras crea que existan opciones de probar la inelegibilidad de Obama.
Pensilvania es muy importante en ese sentido. Clinton necesita una victoria abultada -por encima de 10 puntos- para argumentar que Obama se está hundiendo y que es incapaz de ganar el voto blanco de la clase trabajadora. Una derrota de Obama por la mínima podría acabar de convencer a los superdelegados de que su ventaja actual es ya insuperable. Obama pronosticó ayer "no una victoria, pero sí un resultado mejor que el que muchos esperan".

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