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Cumbre de los países ricos en Japón
Columna
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La enfermedad de las cumbres

Lluís Bassets

A la vista de las fotos y de las andanadas que reciben, se diría que son ocho bolos preparados para ser tumbados en la bolera. Lo único que mejora de cumbre en cumbre son las imágenes. Esta vez les hemos visto pala en mano plantando pinos. Se les recuerda en actitudes y posiciones muy variadas. Con camisas a topos, por ejemplo. O sentados en una gran silla playera para ponerse a cubierto del viento. La concentración de tanto poderío da pie a extraños comportamientos muy resultones para los medios de comunicación. El presidente Sarkozy, hace un año en Heiligendam (Alemania), compareció ante la prensa con síntomas de ebriedad sin haber probado una gota de alcohol. Al presidente Bush le dio una vez por practicar violentos masajes dorsales a la canciller Merkel.

Ni el formato de la reunión es el adecuado ni estos líderes tienen peso para incidir en nada
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Algo les pasa a los personajes más poderosos del planeta cuando se reúnen. No puede ser mal de altura, producto de la baja presión y la falta de oxígeno, pero quizá se trate de un virus que luego se transmite de cumbre en cumbre. Produce incoherencia verbal, gesticulación excesiva y sobre todo un escandaloso desdoblamiento entre la actividad cerebral y su correlato en la actividad física. El incumplimiento de los compromisos contraídos con los países africanos en la Cumbre de Gleneagles, en Escocia, en el verano de 2005, puede servir de referencia. En aquella reunión, convocada bajo un atronador aparato propagandístico por Tony Blair, se comprometieron unas cantidades de ayuda que sólo se han cumplido en un 14%.

La credibilidad de los compromisos que han contraído ahora respecto a las emisiones de gases a la atmósfera es del mismo calibre. Esta vez se han puesto de acuerdo en recortarlas en un 50% para el año 2050, pero ni siquiera el anfitrión, el primer ministro Fukuda, sabe muy bien en relación a qué año. El recorte sería importante y correspondería a los objetivos de Kioto si la referencia fueran las emisiones de 1990. Lo importante es que hay una cifra que sirve de emblema y que se ha llegado al principio de que hay que cuantificar. Queda claro, sin embargo, que se trata de una referencia cuantitativa no obligatoria. Eso ya llegará en alguna otra reunión, probablemente cuando ya sea demasiado tarde. Cuando Bush llegó a la Casa Blanca, hace ocho cumbres del G-8, no tenía claro siquiera que hubiera problema alguno y, en cualquier caso, se negaba a tratarlo en términos de cuantificar recortes y comprometerse a conseguirlos. Ahora, cuando ya se va, admite que hay un problema de cambio climático y habrá que llegar a algún acuerdo para limitar las emisiones: pero ahí tiene a China e India para parapetarse.

El sistema de cumbres empezó en 1975 como respuesta a la crisis del petróleo y entra en abierta agonía con la actual y más amplia crisis, energética, alimenticia y financiera, en la que los precios del petróleo se han puesto de nuevo por las nubes. En algunos momentos ya remotos, los jefes de Estado y de gobierno de los países más desarrollados consiguieron mandar un mensaje nítido a la opinión pública (y a los mercados, como suele decirse) que producía sus efectos. Ahora está claro que ni el formato es el adecuado ni estos líderes tienen peso y autoridad para incidir en nada. Si hay que resolver la crisis financiera, faltan los países con mayores reservas, como China. Si se trata de petróleo, tampoco están los mayores productores. Ni siquiera los grandes productores de materias primas y alimentos, como Brasil. Y si se trata de dar esquinazo a la recesión, no están tampoco los que más crecen. El G-8 es una excelente oportunidad para comparar el mundo de ayer con el de mañana, el peso decreciente de los países fundadores y la envergadura de esos jóvenes grandotes que empujan.

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La enfermedad de las cumbres bien pudiera deberse a un virus al que podemos reconocer por las siglas VGE, por Valéry Giscard d'Estaing. Este presidente francés (1973-1980) fue quien reunió por primera vez a lo que entonces era el G-6 en Rambouillet e inventó, con Helmut Schmidt, un sistema de reuniones que se desarrolló de forma sofisticada entre los europeos. Giscard presidió también la Convención que alumbró la Constitución europea, fracasada por la voluntad popular de holandeses y franceses y convertida en Tratado de Lisboa, a su vez empantanado por voluntad de los irlandeses. Este virus ha ido expandiéndose desde entonces de cumbre en cumbre, con resultados devastadores para la confianza de los ciudadanos en los políticos. Pero siempre es posible superarse: la próxima, en 2009, se celebrará en la isla sarda de La Maddalena, Italia. Presidirá Silvio Berlusconi, El Caimán. No se puede pedir más.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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