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Columna
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La escultura del tiempo

Lluís Bassets

El tiempo, el gran escultor, lo tiene muy difícil con George W. Bush. El artista metafórico que imaginó Marguerite Yourcenar no va a sacar nada bueno del presidente cuadragésimo tercero de los Estados Unidos de América, que termina de forma lamentable su mandato el próximo martes 20 de enero. Por más que se haya esforzado en sus numerosas comparecencias desde hace un par de meses, no hay forma de vender la idea de que ha sido una presidencia como todas, con sombras y luces, y al final de las cuentas con un balance salvable y fructífero; nadie la compra. El legado que dejan estos ocho años no puede ser más desastroso: sólo faltaba la ruina del plan de paz de Annapolis, el proyecto lanzado por Bush para que antes de terminar su presidencia Israel y Palestina firmaran la paz. Ahí está la matanza de Gaza como colofón sangriento a su presidencia, con el humillante detalle final: esta increíble sumisión del presidente norteamericano y de su secretaria de Estado a un gobierno dimisionario como el de Israel a la hora de votar una resolución en el Consejo de Seguridad. Hay algo seguro: será difícil que desde Israel alguien vuelva a tratar a Hillary Clinton y a Barack Obama como lo han hecho con los actuales titulares de la secretaría de Estado y de la presidencia Tzipi Livni y Ehud Olmert, este último regodeándose incluso en la suerte de sacar a Bush de un acto público para exigirle que su país no votara la resolución a favor del alto el fuego.

El paso del tiempo promete pues empeorar esta presidencia. Bush confía en lo contrario: que Irak sea pronto una verdadera democracia y alguien se atreva a ponerlo en su cuenta; y que la nueva política antiterrorista de Obama, respetuosa con las convenciones internacionales y el Estado de derecho, no sirva para evitar nuevos atentados en territorio americano. Una pobre perspectiva. Al contrario de lo que ha sucedido con otros presidentes, como Ronald Reagan, el propio Richard Nixon o Bush padre, todo conspira para que la posteridad vaya erosionando la imagen de Bush hijo a medida que se conozcan más y más detalles de su doble mandato. Deja un país hecho trizas. Con tres dígitos más de paro (7,2 por ciento), un millón más de pobres, seis millones más de ciudadanos sin cobertura sanitaria, un déficit presupuestario de un billón de dólares cuando su antecesor le dejó un superávit de 200.000 millones, y una recesión de profundidad insondable. No es cuantificable la cuenta ya conocida de los desperfectos en la imagen de Estados Unidos, en el Estado de derecho, en el respeto a los derechos humanos y en la moral de sus conciudadanos.

Todo va a caer sobre sus espaldas. Ningún presidente ha acumulado tanto poder desde la Segunda Guerra Mundial. Y, sin embargo, no ha sido él quien lo ha utilizado sino la pandilla neocon que le ha rodeado, empezando por el auténtico poder en la sombra, el Dark Vader de estos ocho años, el vicepresidente Dick Cheney. Bush ha sido un presidente ligero y ausente, frívolo casi. Ha trabajado tan poco como Reagan, que era un hombre ya anciano cuando llegó a la Casa Blanca, pero no ha tenido carisma alguno ni talento organizativo para sacar partido de su dosificada dedicación política. No ha hecho vida social en Washington. Jamás ha querido relacionarse con los grandes medios de comunicación, tachados por sus amigos neocons de liberales, es decir, progres e izquierdosos. Ha dado muy pocas cenas de Estado, 12 exactamente, según el diario Político, frente a las 30 de Clinton y las 50 de Reagan en el mismo período de tiempo. Sus fines de semana han transcurrido lejos de la capital, en Crawford. Político señala que Martha's Vineyard o Kennenbunkport, en la costa de Nueva Inglaterra, donde pasaban los fines de semana Clinton y Bush padre respectivamente, son la antítesis del polvoriento y caluroso Crawford, sin apenas vida social. Allí ha pasado más de 400 días de sus ocho años de mandato, según las cuentas del periódico washingtoniano.

Si nos atenemos a sus propios comentarios, los símbolos y privilegios del poder presidencial, una especie de monarquía temporal electiva en definitiva, han pesado más en Bush que los propios contenidos de su presidencia. La web presidencial, con profuso protagonismo para la familia, las fiestas y los perros, da una idea de cómo se ve Bush a sí mismo, más cerca del espíritu de las cortes monárquicas y de las páginas rosa que de la gran política contemporánea. Su asesor Karl Rove creyó en algún momento que podía inaugurar una era de hegemonía indiscutible e indiscutida de Estados Unidos en el mundo y de amplio dominio republicano en la política norteamericana y sobre los tres poderes del Estado. Ha sido lo contrario. No ha sido un príncipe auroral sino el vástago crepuscular de una decadencia republicana.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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