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Columna
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¿Por qué los europeos no van a votar?

De las incógnitas que se despejarán el domingo, la que importa a la clase política, no es tanto qué grupo será el mayoritario en el nuevo Parlamento -se da por descontado que será el Popular otra vez-, sino únicamente la participación. Y como nadie duda que estará varios puntos por debajo del 50%, la cuestión abierta es saber cuánto por debajo de esta cifra. El meollo de la crisis europea se evidencia en el hecho de que no cuente tanto quién gane las elecciones, como cuántos vayan a votar. Más que para decidir el ulterior desarrollo de la Unión, las elecciones sirven para legitimar democráticamente un proceso que no lo es, y que en las actuales circunstancias probablemente tampoco pueda serlo.

Estos comicios sirven para legitimar democráticamente un proceso que no lo es

Si los grandes partidos contendientes hubieran querido plantear algunos de los graves problemas que afectan hoy a la Unión, parece obvio que deberían haber empezado por preguntarse por las causas de tamaña deserción de las urnas, y no reducirse a contrarrestarla con apelaciones a votar, bien subrayando lo evidente, que los europeos no tenemos futuro fuera de la Unión, bien otorgando a estas elecciones una dimensión nacional que evidentemente no tienen y que en ningún caso deberían tener. Irritados con el premier laborista, los británicos votarán a los conservadores, es decir, apoyarán a los euroescépticos, cuando la crisis debería haberlos convencido de la necesidad de una mayor cohesión europea. Si su lista resultase la más votada, el PP lo interpreta como una señal de que se aproxima el final del Gobierno socialista, o, lo que aún es una mayor aberración, que en las causas seguidas por corrupción el electorado le libra de cualquier responsabilidad política.

Lo paradójico es que la cuestión clave en estos momentos -por qué el electorado es tan renuente a votar en las elecciones europeas, a pesar de que este medio siglo comunitario constituya la historia de un gran éxito- sea justamente la que menos se ha mencionado en la campaña. Incluso en España, donde el salto gigantesco que ha dado desde el ingreso en la Unión maravilla a propios y extraños, ha decrecido el antiguo fervor europeísta y el índice de participación apenas estará por encima de la media europea.

Son muchos y de diversa índole los factores que han apartado a la población de la construcción europea, pero el decisivo se encuentra ya en los tratados de Roma, que convierten la política económica en comunitaria -crear un mercado común, luego uno único, que culmine en una misma moneda- mientras que la política social, la gran innovación de finales de la II Guerra Mundial, es competencia exclusiva de los Estados miembros. Pese a los muchos intentos de llevar a cabo una política social comunitaria, desde la primera ampliación Reino Unido ha dinamitado todos estos esfuerzos. La política económica comunitaria de los últimos 30 años se ha caracterizado por un liberalismo, a menudo incluso ultra, que ha ido achicando el espacio para la política social de los Estados. Llama la atención que en un momento en que la crisis ha derribado la anterior fascinación neoliberal, sin embargo, la clase política europea no haya criticado el liberalismo a ultranza de las instituciones comunitarias, que ha quedado otra vez de manifiesto en que no se haya logrado poner en pie una política común ante la crisis.

Si de las básicas pasamos a las cuestiones de actualidad no se comprende que en la campaña apenas se haya mencionado la elección en otoño del próximo presidente de la Comisión. Cierto que depende de los Gobiernos, reunidos en el Consejo Europeo, pero hubiéramos esperado que los partidos nos hubiesen comunicado al menos qué política quieren llevar a cabo para que una de las competencias fundamentales de todo parlamento un día recaiga también en el europeo. Los socialistas españoles, o los laboristas británicos, tendrían además que haber explicado las razones de peso por las que están dispuestos a reelegir al actual presidente, surgido del grupo popular, sin siquiera haber hecho una mínima valoración de la política que ha llevado a cabo, rompiendo incluso con el grupo al que pertenecen. Y lo menos que cabía esperar de los socialistas españoles es que hubieran aclarado las razones para apoyar con el mayor ímpetu la pronta entrada de Turquía en la Unión, cuando supone enterrar el sueño, ya moribundo, de una Unión política, que España, empero, no ha dejado de proclamar.

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