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Columna
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El éxodo de los jóvenes afganos

Aunque en nuestros países sólo se habla de Afganistán con ocasión de las elecciones y de las operaciones militares que allí se desarrollan, hay otro fenómeno que debería atraer nuestra atención. Se trata del éxodo, en opinión de cierto número de ONG cada vez más importante, de jóvenes afganos -a veces muy jóvenes- que huyen de la guerra y de la perspectiva del retorno de los talibanes. Sin duda, este flujo migratorio debería inquietarnos más que otros. Por una parte porque se trata de niños y adolescentes y, por otra, porque su huida está directamente relacionada con una situación que, a través de la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad) y de todos los esfuerzos desplegados, se supone que deberíamos ser capaces de controlar. Más allá de esta situación, vuelve a plantearse la cuestión de la ausencia de una política inmigratoria europea.

Este flujo vuelve a plantear la cuestión de la ausencia de una política inmigratoria europea

La amplitud del fenómeno es difícil de cuantificar. Sólo existen testimonios de cierto número de ONG, France Terre d'Asile, o el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados. Según esta última instancia, más de 3.000 menores afganos pidieron asilo el año pasado en alguno de los países de la Unión; la mitad de ellos en Reino Unido. Y se estima que esa cifra no cesa de aumentar. Este año, por primera vez, habrá más menores afganos demandantes de asilo que menores subsaharianos en esa misma situación. Según los testimonios recogidos, esos niños y adolescentes -de 12 a 14 años- necesitan entre cinco y seis meses para recorrer los 6.000 kilómetros que los separan de las primeras fronteras de la Unión. Una parte no desdeñable accede a través de Grecia. Y no queda más remedio que reconocer que las condiciones de acogida, si es que la palabra "acogida" tiene sentido en tales circunstancias, pueden considerarse deplorables. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados pidió esta semana el cierre inmediato de un centro situado en la isla de Lesbos en el que se hacinan hombres, mujeres y niños en condiciones indignas. Estos menores, recordémoslo, huyen de la guerra y su única ambición es la de acceder a un nivel de educación que les permita salir adelante. Sería por lo tanto normal considerar que su acogida y los esfuerzos que deberían llevarse a cabo para darles una buena educación -de manera que un día pudiesen formar parte de la élite de su país- es una inversión tan "rentable" como el envío sobre el terreno de más soldados cada día.

Esta situación es sólo uno de los aspectos de la presión de los flujos migratorios sobre el sur de Europa. Italia es el país más afectado -en 2008, recibió a más de 36.000 clandestinos-, seguida de Grecia -más de 15.000 en 2008-, España, Chipre y Malta. La situación, hoy por hoy, revela a una Europa del Sur obligada a arreglárselas por su cuenta, mientras la del Norte se niega a compartir la carga. Evidentemente, esta ausencia de política conjunta arroja una imagen muy negativa de Europa, precisamente cuando la contrapartida lógica de Schengen, y de la existencia de un espacio de libre circulación, debería ser esa misma política. Resultado: las condiciones de acogida y, a menudo, de expulsión, son muy variables, pues dependen de la buena voluntad de cada Gobierno. Así, la ley italiana acaba de convertir -a pesar de las protestas de la Iglesia- la acogida de inmigrantes clandestinos en un delito. La excusa del Gobierno Berlusconi ha sido precisamente que Europa "se limita a las buenas palabras, pero sigue sin decirnos qué hacer cuando una avalancha de inmigrantes se aproxima a nuestras costas", como acaba de declarar Franco Frattini, ministro italiano de Asuntos Exteriores. Hace dos meses empezó la presidencia sueca de la Unión Europea. La tradición de acogida de Suecia -que ha venido recibiendo a cierto número de cristianos huidos de Irak- está más que demostrada. Suecia pues, con ayuda de Jacques Barrot, el comisario europeo encargado de la Justicia, decidió intentar que la Unión avance. Ambos se fijaron dos objetivos, igualmente difíciles de alcanzar: conseguir que todos los países miembros acepten el principio de la reinstalación, en cada uno de ellos, de una parte de los inmigrantes que abordan el territorio europeo por el sur de Italia, Grecia, España, Malta y Chipre; y elaborar una política de asilo que vaya más allá del umbral mínimo de protección que se supone todos han de respetar y no siempre respetan. Esta tarea será tanto más difícil cuanto que el aire de los tiempos dominante en Europa, que se tradujo en una progresión de la derecha en el Parlamento Europeo tras las pasadas elecciones, no sopla en favor ni de la apertura ni de la preponderancia de las consideraciones humanitarias, sino más bien de una política de cierre. Ahora bien, sin pensar ni por un momento que la Unión Europea tenga vocación, como Estados Unidos, de convertir la inmigración en uno de los resortes de su desarrollo, esta misma Europa tendrá que aceptar algún día la idea de que no sólo debe -en este terreno como en otros- ceñirse a los valores a los que ella misma apela, sino también tomar conciencia de que su declive demográfico exigirá cada día más una compensación merced a la inmigración, si realmente quiere preservar el nivel de vida y la prosperidad de sus habitantes.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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